Por Mibelis Acevedo Donís
Si algo se vincula a la calidad y permanencia de la democracia es la cultura política. Esto es, cierta “personalidad”, temperamento, costumbres o ethos; un carácter nacional, una conciencia colectiva que remite a las dimensiones subjetivas (creencias, imágenes, sentimientos, percepciones, símbolos, valoraciones) que una sociedad comparte en torno a los fenómenos sociales y políticos. He allí una noción clave para explicar la construcción de instituciones, su perdurabilidad y cómo estas son capaces de responder (o no) a los procesos de cambio.
En su dimensión cognitiva, afectiva y evaluativa –y a diferencia de la ideología o la actitud política– la cultura política abarca un espectro general y nacional, y se vincula a pautas de conducta arraigadas, menos sensibles a las crisis puntuales que afectan al cuerpo social. Para que las instituciones políticas y sus procesos puedan gozar de legitimidad, entonces, es necesario partir de ese consenso básico que protege de la incertidumbre, que regula las mediaciones entre gobernantes y gobernados; las relaciones de poder y autoridad y su contraparte, el sometimiento y la obediencia. Hablamos del pacto en torno a valores y normas que se adopta y es introyectado por la práctica ciudadana. De este modo, la cultura política democrática se vuelve pilar de sustentación del sistema democrático. Sin ese patrón referencial que avala, amplifica y resguarda, desecha o sanciona determinadas actitudes, procedimientos, modos de ser, decir y hacer, la democracia se expone a la distorsión e instrumentalización de la idea de libertad que encajan enemigos y “tontos útiles”.
En 1963, Almond y Verba (The civic culture: political attitudes and democracy in five nations) sentaron bases para precisar esa conexión entre cultura política y estabilidad/efectividad de las democracias. Entre otros elementos mencionan la admisión, por parte de los partidos, de reglas de competencia establecidas por la constitución, las leyes y la costumbre. De ese modo, dichos actores aceptan “que estar en minoría u oposición es un riesgo aceptable”. Asimismo, en democracia los ciudadanos:
Ejercen control sobre las élites; y dicho control es legítimo… respaldado por normas que son aceptadas por élites y no élites. En todas las sociedades, por supuesto, la toma de decisiones específicas se concentra en manos de pocas personas. Ni el ciudadano común ni la “opinión pública” pueden hacer política.
En virtud de esta dinámica y amén de la cultura propia del ciudadano participante (que ejerce influencia y vigilancia efectiva sobre decisiones de gobierno), estos autores identifican una cultura política parroquial (solo hay consciencia de la presencia del gobierno central; la ciudadanía se muestra distante y apática, vagamente consciente de los fenómenos políticos) y una de súbdito (ciudadanos afectivamente orientados hacia la política, pero concebida solo como “flujo descendente” y vertical).
La preeminencia de las dos últimas culturas sobre la primera podría explicar en buena medida lo que el informe de Latinobarómetro 2023 tipifica como la “recesión democrática” de América Latina. Un declive cultural tras una década de deterioro continuo y sistemático de la democracia en la región, que se expresa en “el bajo apoyo que tiene la democracia (48 %), aumento de la indiferencia al tipo de régimen, la preferencia y actitudes a favor del autoritarismo, el desplome del desempeño de los gobiernos y de la imagen de los partidos políticos”. Esa cultura política, comprometida por la baja eficiencia y la insatisfacción que se asocia al tipo de sistema (69 %), acaba devaluándose y cebando un círculo vicioso: mientras menor vinculación afectiva exista con la democracia, esta se percibirá como prescindible, lo que a su vez quebrantará su proceso de consolidación.
En términos del debilitamiento de la representatividad, el balance de Latinobarómetro es abrumador: “21 presidentes condenados por corrupción, 20 que no terminan su mandato o que fuerzan su estadía en el poder” rompiendo reglas previamente acordadas. A diferencia de lo que ocurre en democracias robustas en otras partes del mundo, un tercio de los presidentes elegidos en la región desde que arranca la tercera ola de democratización “ha transgredido las reglas de la democracia” (es el caso de la limitación prevista para la reelección, ocasionalmente “rectificada” en países como Colombia, Ecuador, Honduras, Bolivia o El Salvador). “Valen más los personalismos, que terminan opacando a los partidos”, lo cual “conduce a la atomización del sistema de partidos y desploma su imagen y legitimidad”. Es fácil ver como esa distorsión ha estimulado el “voto bronca” y abierto puertas a los populismos de distinto signo. Liderazgos personalistas, no democráticos y proclives a las falsas dicotomías, que se venden como alternativa de desagravio radical ante la traición de las élites, la oligarquía, la “casta”. Es la promesa de convulsión permanente, en fin; la fiebre, el salto de indignación en indignación sin que se logre politizar el conflicto, prever una resolución o acordar reformas que no socaven al sistema.
Una cultura política atenazada desde todos los flancos también subsiste en Venezuela, donde el ser y deber ser democráticos no solo son ajenos al Estado (lo que nos retrotrae al parroquialismo o la subordinación), sino que se esfuman de los patrones de valoración de los ciudadanos. Aun alegando que 40 años de democracia dejan un formidable banco de referentes, a veces eso no luce suficiente como para reconstruir corredores hacia la “normalidad”. Muestra de ello son las manifestaciones de candidatos llamados a rescatar la democracia, pero que citan como “buen ejemplo” las medidas tomadas por los autócratas de moda en la región. Ni hablar de la afinidad con líderes éticamente cuestionables, bajo la fullera excusa de que “el enemigo de mi enemigo, es mi amigo”. Con semejante confusión, hacer pedagogía y socialización democrática parece una misión improbable.
Atrapados en medio de nuestra propia profunda recesión democrática, y la que afecta a Latinoamérica, enfrentamos así el titánico desafío de superar un doble rezago. Algo que va más allá de diseñar una narrativa del centro político que, por disruptiva, (“con la democracia no sólo se vota: también se come, se educa y se cura”, decía Raúl Alfonsín) capte la atención de audiencias híper-estimuladas. También pasa por revisar la pertinencia de ciertas simplificaciones, el vaciamiento de la sustancia democrática a cambio de las migajas de la popularidad.