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Cuidar al compatriota

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Y he de decir ansí mismo,

porque de adentro me brota,

que no tiene patriotismo

quien no cuida al compatriota.

La vuelta de Martín Fierro, XXVII (3720)

Rafael Tomás Caldera

En la condición de Venezuela hoy tienen mucha razón los que han hablado de la necesidad de reconstruirla.

La afirmación puede sonar excesiva; pero se ve que no es el caso cuando se atiende a las líneas de fuerza del país en lo político, lo económico y lo social. 

No me parece necesario repetir lo que ha sido denunciado y, aún más, estudiado, ni plantear por mi cuenta un programa para esa reconstrucción, que ha de ser una tarea mancomunada. Pero quisiera subrayar la importancia de lo que, en medio del cúmulo de cosas en mal estado, o de propuestas urgentes de atender (como la crisis de la moneda), puede quedar como uno más de los asuntos pendientes y de los reclamos de la población.

Y no es así.

Ello afecta al presente y el futuro de la nación venezolana. Se trata de la condición en la que se encuentra nuestro sistema educativo. Con el agravante de que puede hasta pasar inadvertido. Todos caemos en cuenta del apagón que nos deja sin electricidad o de una falta de comida en los mercados. Tener en mente, en cambio, el ausentismo escolar o los malos resultados de los alumnos no es tan fácil. Como digo, puede pasar inadvertido. Acaso la protesta de los maestros y de los profesores universitarios ayude a ponerlo de relieve.

Porque un país es su gente. El cultivo de las personas es la necesidad principal y la tarea más importante en la vida de la sociedad.

Andrés Oppenheimer, que se ha ocupado del tema, podía decir en uno de sus programas cómo, al preguntar en Finlandia por las claves del progreso de ese país, le habían respondido: en primer lugar, la educación; en segundo lugar, la educación. Y, en tercer lugar, la educación. Es notorio que Finlandia está en uno de los primeros lugares en el mundo, si no el primero, en lo que se refiere a la calidad de su educación, de acuerdo a las mediciones internacionales. En contrapartida, el doloroso caso de Haití testimonia a la inversa la misma verdad.  

Esto hace patente aquello que pudo escribir san Juan Pablo II acerca del progreso: 

[…] el desarrollo de un pueblo no deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica. (Redemptoris missio, n. 58)

Años atrás, el distinguido filólogo (y eminente profesor) Ángel Rosenblat pudo dar una voz de alerta sobre la calidad de la educación que impartíamos en Venezuela. Sus palabras ayudaron en parte a enderezar el rumbo. Hoy lo que tenemos planteado no atañe solo a la calidad. Es lo más básico de la educación lo que está en juego.

Podemos decir que el problema se ha acentuado por diversas razones. Anotemos tres.

En primer término, la diáspora: la salida del país de casi una cuarta parte de la población, donde hemos de incluir mucho de la gente joven más capacitada.

En segundo lugar, la penuria de nuestros niños, que no pueden asistir a la escuela o seguir un programa eficaz de aprendizaje. Sobre todo, mal alimentados, no pueden crecer física y mentalmente como deberían.

En tercer lugar, el desamparo de los maestros, desde la escuela primaria a la universidad. No solo hemos perdido gran cantidad de docentes, que han emigrado o han debido dedicarse a otras tareas, menos importantes, pero mejor remuneradas, sino que en modo alguno atendemos al desarrollo y perfeccionamiento de quienes quedan en la estructura del sistema educativo.

Las cifras recogidas y analizadas por los expertos en el área (véase en este mismo número el trabajo de Luisa Pernalete) deberían ser objeto de preocupación constante, como lo pueden ser en los exámenes médicos una baja de plaquetas o los signos de una infección en curso. Tras esas cifras hay personas. Deberíamos ser capaces de verlo. Personas que merecen ser tratadas como tales y, en el caso de los niños, que merecen todos los cuidados que se les pueda dar.

En ello está el futuro de Venezuela. No bastará reactivar la industria petrolera ni mejorar las cifras de la economía doméstica. La educación requiere atención especial y sostenida. De hecho, debería ser nuestra prioridad, aun con la urgencia de tantos problemas. De otra manera, en veinte años estaremos sumidos en una impotencia radical como sociedad.

Tenemos experiencias paradigmáticas en el país. Hemos visto lo que ha podido hacer el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles. Un proyecto cultivado con dedicación, bajo la guía clarividente y con el empuje de José Antonio Abreu. Un proyecto secundado por las familias y por los niños, que han puesto el esfuerzo necesario para alcanzar su nivel como ejecutantes. Niños del Páramo, me decía en una ocasión Fernando Guerrero que lo había presenciado, niños que el autobús recogía para venir a los ensayos.

Así como el Sistema, hemos tenido la red capilar de Fe y Alegría donde, con mística y competencia, se ha sabido exprimir los recursos obtenidos para dotar de escuelas a tantos barrios del país. Sobre todo, para enseñar a tantos niños que luego incluso han sido docentes. La figura ejemplar del padre José María Vélaz, como la del Maestro Abreu, nos recuerdan la necesidad de contar con dirigentes que hagan suyos los proyectos oportunos para el cultivo y la elevación de las personas. Vélaz formó el primer contingente dispuesto a soñar con una educación de calidad allá donde, en sus palabras, “… termina el asfalto, donde no gotea el agua potable, donde la ciudad pierde su nombre”.

Digamos entonces que la clave es el amor a Venezuela y a su gente. No hay energía más poderosa que el amor. No solo los deseos, que animan la actividad de la persona, se dirigen a aquello amado que todavía no hemos alcanzado, sino el miedo y el odio presuponen un amor. Se teme perder o sufrir en lo que se aprecia y se ama. Se odia lo que ha causado un daño, irrevocable quizá, en aquellas personas que amamos.

El amor puede cambiarnos y cambiar la vida social. El amor a Venezuela ha de traducirse entonces en el empeño por desarrollar el país. Pero hemos de insistir en que no se trata de ese “apego a nuestro propio campo de acción” (Eliot) que pueden exhibir algunos, sino de un amor efectivo, en el entendido de que no ama la Patria quien no ama a los venezolanos. Hemos aprendido de la tradición sagrada la unidad del amor a Dios y el amor al prójimo. De modo análogo, podemos decir con Martín Fierro, que no ama la patria quien no cuida al compatriota.

El mundo cambia a pasos rápidos, acelerados. El impacto de la Inteligencia Artificial, así como el avance en la conectividad modificarán mucho de aquello a lo que estamos acostumbrados, en la estructura de la vida y el ambiente del trabajo.

En medio de ello, será necesario que nuestra gente esté capacitada y a la altura de los nuevos desafíos. De no ser así, el país no podrá levantarse. Todo aquel que logre superar el nivel mínimo buscará emigrar, de tal manera que se hará permanente el fenómeno actual de la migración.

Pero no se trata solo de una cuestión social, por grave que pueda ser. Se trata del valor de las personas y la necesidad de su realización. Es así un reto permanente para todo el que afirme convencido la dignidad de la persona humana y la primacía del bien común.

¿Aprenderemos que para amar a Venezuela hay que cuidar al compatriota?

 la Sociedad Venezolana de Filosofía y la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino.

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