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Cuando Dios deja de estar solo

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Por Juan Salvador Pérez

G.K. Chesterton, ese gigante del pensamiento de principios del siglo XX, planteó en alguno de sus profundos ensayos sobre fe y religión, que todo el Antiguo Testamento — se podría decir — es el mensaje y testimonio de un Dios que se encuentra solo, ante la insensatez y el empeño de los hombres en no avanzar en su salvación.

La idea central de gran parte del Antiguo Testamento podría ser la idea de la soledad de Dios. Dios no es solo el personaje principal del Antiguo Testamento; Dios es propiamente el único personaje del Antiguo Testamento. Comparadas con Su claridad de propósito todas las demás voluntades parecen pesadas y automáticas, como las de los animales; comparados con Él todos los hijos de la carne son sombras. Una y otra vez, se insiste en la misma cosa: “¿A quién demandó consejo?” (Is 40:14) “Yo he pisado el lagar solo y nadie había conmigo.” (Is 63:3). Los patriarcas y profetas no son más que meras armas o herramientas, pues el Señor es un guerrero. Utiliza a Josué como un hacha o a Moisés como una vara de medir. Para Él, Sansón es sólo una espada e Isaías una trompeta. De los santos del cristianismo se supone que son como Dios, como si fueran estatuillas de Él. Del héroe del Antiguo Testamento no se supone que sea de la misma naturaleza que Dios más de lo que se supone que una sierra o de un martillo sean de la misma naturaleza que el carpintero. Ésa es la clave y la característica principal de las Escrituras hebreas en su conjunto. Hay, sin duda, en dichas Escrituras innumerables ejemplos del humor burdo, las emociones exacerbadas y las poderosas personalidades que nunca faltan en la prosa y en la poesía primitiva. Sin embargo, la característica principal sigue siendo la misma: la intuición de que Dios no solo es más fuerte que el hombre, no solo no es más secreto que el [213] hombre, sino que Él significa más, que Él sabe mejor lo que está haciendo, que, comparados con Él, tenemos algo de la vaguedad, la sin razón y el vagar de las bestias que perecen. Es “Él quien se sienta sobre el círculo de la tierra desde donde sus habitantes parecen saltamontes” (Is 40:22). Casi podríamos decirlo así: el libro está tan interesado en afirmar la personalidad de Dios que casi afirma la impersonalidad del hombre. A menos que algo haya sido concebido por ese gigantesco cerebro cósmico, dicha cosa será vacía e incierta; el hombre carece de la tenacidad suficiente para asegurar su continuidad. “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas” (Salmo 127:1).

De modo que el Antiguo Testamento se regodea constantemente en la idea de la aniquilación del hombre comparado con el propósito divino.

Dios está solo, pero no porque Él quiera estarlo, de hecho, es justamente todo lo contrario, pues de haberlo querido así no tendría ningún sentido el misterio de la creación. Dios está solo porque su proyecto salvífico para los hombres solo cobrará sentido con la venida de Jesús su hijo.

Así nos lo expresa C.S. Lewis en sus hermosas reflexiones sobre los salmos:

La segunda razón para aceptar el Antiguo Testamento en este sentido puede expresarse de un modo más sencillo y es, por supuesto, mucho más compulsiva. En un principio, estamos obligados a ello por Nuestro Señor. En el famoso camino a Emaús, Él reprochó a los dos discípulos que creyeran lo que los profetas habían dicho. Debían haber sabido por sus Biblias que el Ungido, cuando viniera, alcanzaría la gloria a través del sufrimiento. Después les explicó, a partir de Moisés (es decir, el Pentateuco), todos los pasajes del Antiguo Testamento que se referían a Él (Lucas 24, 25-27). Y se identificó a SÍ mismo claramente con una figura mencionada con frecuencia en las Escrituras.

Este suficiente argumento de Lewis, consigue aún más fortaleza en lo expuesto por el entonces Cardenal Ratzinger en la presentación del documento “El pueblo judío y sus Escrituras sagradas en la Biblia cristiana”, publicado en 2001. Nos dice quien luego sería Benedicto XVI:

Jesús de Nazaret tuvo la pretensión de ser el auténtico heredero del Antiguo Testamento (de la “Escritura”) y de darle la interpretación válida, interpretación ciertamente no a la manera de los maestros de la Ley, sino por la autoridad de su mismo autor: “Enseñaba como quien tiene autoridad (divina), no como los maestros de la Ley” (Mc 1,22). El relato de Emaús resume otra vez esta pretensión: “Empezando por Moisés y por todos los Profetas, les explicó lo que en todas las Escrituras se refiere a él” (Lc 24,27). Los autores del Nuevo Testamento intentaron fundamentar en concreto esta pretensión: muy subrayadamente Mateo, pero no menos Pablo, utilizaron los métodos rabínicos de interpretación e intentaron mostrar que precisamente esta forma de interpretación desarrollada por los maestros de la Ley conducía a Cristo como clave de las “Escrituras”. Para los autores y fundadores del Nuevo Testamento, el Antiguo Testamento es simplemente la “Escritura”; solo al cabo de algún tiempo la Iglesia pudo formar poco a poco un canon del Nuevo Testamento, que también constituía Sagrada Escritura, pero siempre de modo que como tal presuponía y tenía como clave de interpretación la Biblia de Israel, la Biblia de los Apóstoles y sus discípulos, que sólo entonces recibió el nombre de Antiguo Testamento.

Entendido esto así, el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento simplemente son un mismo Libro, son las Escrituras, separadas de manera deliberada (y acaso práctica y convenientemente) por los hombres en tiempos posteriores. Sin embargo, esta división que trajo consigo serios y no poco confusos conflictos, tendrá su lenta pero sólida corrección con el devenir del tiempo, hasta llegar a nuestros tiempos en los cuales el Documento de la Pontificia Comisión Bíblica presentado por Ratzinger en 2001 dice sobre ello: “Sin el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento sería un libro indescifrable, una planta privada de sus raíces y destinada a secarse” (Núm. 84).

Este Documento de la Comisión Bíblica, sólo vino a ratificar lo que en 1965 ya había dejado en claro la Constitución Dogmática Dei Verbum, sobre la Divina Revelación, al establecer la unidad de ambos textos:

16. Dios, pues, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo. Porque, aunque Cristo fundó el Nuevo Testamento en su sangre, no obstante los libros del Antiguo Testamento recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento, ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo.

Dicho todo lo anterior, nos parece que el tema ya no necesita más explicación. Sin embargo, quisiera dejar — a manera de cierre — una belleza de escena que puede ayudarnos a humanizar y darnos una visión práctica de esta relación continua y perenne que siempre se da entre Antiguo y Nuevo Testamentos.

Me tomo la libertad de traer a la memoria una escena de la película Las sandalias del pescador, basada en la novela del mismo nombre de Morris West.

Ya habiendo sido electo papa el cardenal Lakota en el Cónclave, y en calidad de pontífice Kiril I, este se permite una última “escapada” del Vaticano para recorrer la noche romana ataviado simplemente con una sotana negra de sacerdote. En su caminata le toca acudir a dar la extremaunción a un hombre moribundo. Todo en la estética de la escena transmite humildad, una vivienda pobre, los familiares, gente sencilla. Hay una doctora atendiendo los últimos minutos de la agonía del hombre. Kiril I (vestido de sotana) se percata de que ya no hay nada que hacer y comienza con el rito católico de la extremaunción, cuando algún familiar le dice que tanto el agonizante como el resto de los presentes son todos judíos.

Kiril, hace silencio, se retira un poco, se lleva la mano a la cara y comienza entonces a entonar el cántico Shemá Israel, al que se unen los presentes.

Tanto  la imagen como el mensaje de la escena más que conmovedor son elocuentes. Shemá Israel (Escucha, Israel) es el nombre de una de las principales plegarias de la religión judía, pero esta oración reaparece en los Evangelios de Marcos y Lucas y en ocasiones forma parte también de la liturgia cristiana.

Y así, cuando aquel sacerdote católico (que en realidad es el pontífice recién electo) sorprende a todos con su gesto, en esa clara fraternal, humanizante y salvífica unión de todos, en ese continuum entre Antiguo y Nuevo Testamento, es cuando Dios deja de estar solo.

Notas:

  1. CHESTERTON, G.K, “El libro de Job” en Correr tras el propio sombrero y otros ensayos, traducido por TEMPRANO GARCÍA, MIGUEL, editado por MANGUEL, ALBERTO, ed. Acantilado, Barcelona, 2005, pp. 212-221.
  2. C.S. LEWIS. Reflexiones sobre los salmos. Los pensamientos más profundos de un clásico. Planeta Testimonio. 2010
  3. Presentación que escribió el cardenal Joseph Ratzinger del documento “El pueblo judío y sus Escrituras sagradas en la Biblia cristiana”, publicado el 24 de mayo de 2001 por la Comisión Pontificia Bíblica, de la que era presidente, en calidad de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
  4. CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA DEI VERBUM SOBRE LA DIVINA REVELACIÓN. S.S. Pablo VI. Roma, 18 de noviembre de 1965.
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