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Cristo resucitado sana, libera y envía a reconciliar. II domingo de pascua. Ciclo C.

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Por Alfredo Infante, s.j.*

Desde el programa “Lupa por La Vida”, esta semana he estado participando y acompañando un encuentro de familiares de víctimas de ejecuciones extrajudiciales, agrupados en Alfavic y Madres Poderosas. He sido testigo de cómo hoy se sigue crucificando a los inocentes y cómo Cristo sigue resucitando en el corazón de los familiares de las víctimas, infundiendo su Espíritu. Desde esta experiencia quisiera leer el evangelio de este domingo.

La experiencia de la muerte violenta e injusta del Nazareno, lleva a los discípulos a encerrarse por dolor y miedo. El evangelista Juan refuerza esta imagen, describiendo un escenario desolador “noche”, “oscuridad”, “puertas trancadas”.

A los discípulos de Jesús les ha cambiado todo. La muerte violenta irrumpió destruyendo sus vínculos, sus certezas, sus expectativas. Ellos lo habían dejado todo para seguir a Jesús y, de repente, se encuentran en la intemperie, paralizados por el dolor y el miedo, encerrados.

El matrimonio de Emaús (Lc 24, 13-35), por ejemplo, había emprendido el camino a su pueblo para retomar la vida familiar que llevaban antes de seguir al Nazareno, aunque, después de conocer a Jesús, ya nada sería igual.

Nos cuenta el evangelio de Juan que, en esta situación de encierro social y existencial, Jesús, resucitado, entra con su luz y pronuncia la palabra “paz con ustedes”, justo lo que necesitaban sus discípulos: “paz”.

El fracaso había reducido de tal manera a los discípulos que se encontraban postrados, angustiados, sin fe y esperanza, encerrados en cuatro paredes, sin luz. Y es que cuando dejaron todo para seguir a Jesús, tenían la expectativa de que su maestro era el mesías esperado que liberaría a la nación de la humillación del imperio romano y gobernaría a su pueblo con justicia y equidad como el rey David; algunos, incluso, aspiraban los mejores cargos de gobierno, pero todo se derrumbó; lo crucificaron, fue un fracaso político y religioso.

Mientras convivieron y caminaron con él, no entendieron que su reino no es al modo de este mundo (Jn 18,36), no se instaura como sistema absoluto, sino que, como levadura en la masa (Mt 13,33) viene a transformar las conciencias, las biografías y la historia humana con una fuerza liberadora incontenible: el amor. Amor que no se impone desde el poder, sino que se ofrece y conduce a construir la fraternidad humana y la fraternidad con la creación.

Con este saludo de paz comienza un nuevo despertar. El evangelista nos dice que aquel saludo inicial alegra, toca las entrañas y sana el dolor y el miedo que mantiene postrado a los discípulos.

Las palabras de Jesús van acompañadas de un gesto movilizador que activa la memoria, indicando, como insistía Karl Rahner, que “el crucificado es el resucitado”.

La fe no evade la realidad de la muerte, sino que la afronta e ilumina; Jesús muestra sus llagas transfiguradas, son las llagas del cordero de Dios, crucificado, resucitado, que ha vencido la muerte y, sobre todo, ha vencido la pretensión de los poderes del mundo de matar la fuerza incontenible de la dignidad y la libertad indomable del Nazareno, plenamente humano, que en su humanidad consumada nos muestra el camino de la genuina humanidad y, en ella, nos revela existencialmente la divinidad del Hijo, “verdaderamente este hombre es el hijo de Dios” (Mt 27, 54); él es el “Cristo”, el ungido, que “pasó por la vida haciendo el bien” (Hch 10,38), que viene a despertarnos y a ungirnos. “Tu fe te ha salvado” (Mc 10,54)

Lo que Juan nos muestra en esta escena, es que la resurrección supuso un proceso personal muy diferenciado entre unos y otros, nada homogéneo, aunque con algunas constantes, primero, un tránsito de la oscuridad a la luz, del dolor y miedo angustiado a un dolor vivido en paz.

La paz del resucitado es una paz sanadora, ungüento para el dolor y liberadora del miedo ante los poderes del mundo. Recordemos sus palabras: “Por qué temer al que puede matar el cuerpo, pero no el alma” (MT 10,28), hoy podríamos decir la dignidad, la consciencia.

Si el primer saludo es sanador y liberador, el segundo saludo es misionero, “Ad gentes”, el Señor crucificado-resucitado nos envía a las entrañas del mundo, a las periferias sociales y existenciales a proclamar su misión, esa misión que lleva las marcas transfiguradas de la Cruz porque ha vencido la muerte. “¡Oh, muerte dónde está tu victoria!” (1 Cor 15, 55-57)

“Como mi padre me ha enviado, así los envío yo”. Es decir, somos continuadores de la misión de Cristo, él nos lleva en su Corazón, y, en su Corazón nos ha hecho hijos y hermanos, enviados a proclamar y construir la fraternidad humana y de toda la creación. Recordemos su último gesto, resumen de su misión y camino para sus seguidores ” en esto reconocerán que son mis discípulos, si se lavan los pies unos a otros” (Juan 13)

Y, para ésta misión el Señor nos auxilia capacitándonos con su Espíritu para que el mismo Espíritu que lo condujo a él, conduzca también, a sus discípulos en el anuncio y praxis del reino, por eso, es tan importante el discernimiento espiritual para el seguimiento de Jesucristo, aquí y ahora: “Sopló sobre ellos y dijo “reciban Espíritu Santo”. Ese espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5,5) y nos hace hermanos.

Ese Espíritu, es fuerza reconciliadora activa en nuestros corazones, y, si nos dejamos conducir por él, transitaremos los caminos de la justicia, del perdón y la reconciliación en el corazón de un mundo herido. “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23).

Este proceso lo he ido palpando en algunos testimonios de los familiares de las víctimas de ejecuciones extrajudiciales, un dolor transfigurado en sed de verdad, justicia y camino, de perdón y reconciliación. “Y todos se curaban” (Hch 5, 16). Por todo esto, celebremos con el salmista “dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117).

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