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Criar y cuidar la vida en medio de la peste

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Foto: Minerva Vitti Rodríguez

Por Minerva Vitti* | Revista Aurora n° 4.

La pandemia del COVID-19 ha demostrado que el modelo dominante ha entrado en colapso. No obstante, ante una debacle en la economía mundial, se sigue apostando por la destrucción de los territorios ancestrales para extraer minerales como el oro. Son como las últimas brazadas de un ahogado. El problema es ¿cuánto pueden durar? En medio de la adversidad, algunos pueblos indígenas se arraigan a su cultura incorporando cambios para seguir reexistiendo.

Hace algunas semanas atrás conversaba con una amiga del pueblo indígena wayuu y le pregunté sobre cuál era el principal aporte de los pueblos indígenas a este mundo; ella me respondió que la resiliencia: “A pesar de una historia de etnocidio e injusticia, los pueblos indígenas siguen adelante. Con lo poco que se tiene se resiste y persiste en las condiciones más adversas. Los pueblos indígenas son el mejor ejemplo de que los seres humanos, a pesar de las miserias, injusticias y crueldad, encuentran – así sea entre las plagas- maneras de empujar la vida física, espiritual y cultural”.

Sus palabras me resultaron de una sabiduría inmensa, precisamente en estos tiempos donde la desmesura y la desconexión con todas las formas de vida han generado la pandemia del COVID-19, con un saldo lamentable de fallecidos y enfermos.

En tiempos de COVID-19, los indígenas enfrentan la discriminación histórica en el acceso a las políticas públicas interculturales, especialmente a los servicios sanitarios, lo que hace que esta población tenga los peores indicadores de salud del continente latinoamericano. En Venezuela, ni siquiera existe un Protocolo para la prevención, contención de la infección y control de la enfermedad COVID-19 para pueblos y comunidades indígenas. Y, muy a pesar de esta tragedia, los gobiernos, corporaciones y mafias continúan apostando al modelo extractivista. Precisan sacar todo el oro y los commodities posibles ante una debacle económica y, en el acto, depredan e invaden los territorios ancestrales, lo cual limita el acceso de los pueblos indígenas a los bienes naturales. El riesgo lo incrementa la presencia de grupos armados irregulares y foráneos haciendo minería en los territorios.

Mientras los acontecimientos avanzan, los pueblos indígenas enfrentan situaciones de verdadero peligro y las preguntas se potencian. En un encuentro virtual titulado “Hablemos del cuidado”, Vilma Rocío Almendra Quinguanás, indígena del pueblo Nasa en Colombia, nos compartía que le preocupaba ver cómo pasamos de las movilizaciones convocadas por el movimiento de mujeres, de consignas donde cantábamos “el Estado no me cuida, me cuidan mis amigas”, al momento actual en que pensamos que el Estado me tiene me cuidar y le obedezco porque tengo que confinarme por la pandemia. Vilma entendía que debemos aprender a distinguir entre el cuidado que el Estado, supuestamente, nos da y los cuidados que las mujeres han realizado históricamente y han garantizado nuestra existencia; porque, generalmente, cuando las personas de los territorios llaman a los Estados para que los cuiden, la respuesta es la militarización.

“El Estado no nos cuida, el Estado nos somete. El Estado no nos cura, el Estado nos mata. El Estado no nos alimenta, el Estado nos envenena. El Estado no ayuda a que nos auto-organicemos, el Estado busca el asistencialismo para que dependamos. ¿Cómo hacer para identificar que los cuidados, que supuestamente dice el Estado para protegernos, en realidad son para proteger a las transnacionales, a las corporaciones, al extractivismo, al patriarcado, al colonialismo, al racismo y a todas esas formas de opresión que han venido a cambiar históricamente, pero que ahora, con todo esto que está pasando, se empiezan a consolidar más en los territorios?”, insistía Vilma indignada.

Otro amigo, Juan Carlos La Rosa, indígena caquetí, que participó en el conversatorio virtual ¿De qué autonomía estamos hablando?, organizado por la Red Presencia Nasa, reflexionaba sobre los saberes de los pueblos y comunidades indígenas: “El conocimiento ancestral no es una pieza de museo, algunos compañeros dicen que el conocimiento de la comunidad es el que es y los otros no son. No es la manera en que hemos resistido. Nuestros mayores nos enseñaron a seguir siendo a través del cambio, a ver lo nuevo desde la raíz que nos hizo y asimilar desde esa raíz lo nuevo. Todo lo que vive hace eso. La visión de permanecer tal cual es una trampa de la colonización”.

“Resiliencia”, “cuidado”, “asimilar desde esa raíz lo nuevo”. Poco a poco he ido tejiendo las reflexiones e inquietudes de mis compañeros y compañeras indígenas, también las mías agudizadas en estos tiempos de pandemia. Los escucho y pienso ¿Cómo es posible seguir reexistiendo en un contexto de tanta muerte, donde las presiones integradoras nos empujan a ser esclavos en estos extractivismos? Inmediatamente me llega la imagen de Blanca Ramírez, maestra e indígena del pueblo pemón, que me contó que, en medio de esta pandemia de COVID-19, la gente de su comunidad se había volcado aún más a la siembra. Hasta los maestros y estudiantes, que antes estaban más limitados por los horarios del colegio, estaban sembrando.

Blanca y los indígenas pemón que volvieron a criar la tierra

Blanca es de San Rafael de Kamoirán, una comunidad del estado Bolívar (Venezuela) de aproximadamente 691 personas, de acuerdo a un censo que llevan los propios indígenas. Blanca cuenta que en estos tiempos el mayú (trabajo comunitario) en el mö (conuco) es más fuerte. La falta de transporte por la escasez de combustible y el aislamiento social decretado dificultan el traslado a las bodegas en la troncal 10 y hasta Santa Elena de Uairén, comunidad venezolana en la frontera con Brasil, donde las personas compran comida. Tampoco hay productos en los negocios que están dentro de la comunidad porque no hay quien los provea.

Normalmente, el conuco era trabajado por las madres y padres mientras los niños estaban estudiando. Cuando estos llegaban del colegio siempre tenían algo para comer. Pero ahora como no hay nada, todos deben participar para poder alimentarse de lo que producen: “Los padres se llevan a sus hijos para enseñarles a trabajar en conjunto, para que de esa manera los niños vayan aprendiendo el valor del trabajo desde pequeños. Es lo que se está haciendo ahora. Ha sido una fortaleza grande trabajar el conuco en familia”, dice Blanca.

Durante el día, la comunidad permanece desierta porque todos se van a trabajar la tierra. Algunos indígenas, como Blanca, que no tienen sus propios conucos, entonces trabajan en los conucos de sus padres o de sus familiares. Lo cierto es que todos participan porque es una labor muy fuerte que debe realizarse todos los días.

Para este tiempo, algunos ya habían sembrado y están cosechando rubros como la yuca amarga, que el pemón utiliza para hacer el ekey (casabe o pan indígena), el kachirí (bebida de yuca fermentada con batata), el almidón (que consumen en torticas), el kumachí (condimento tradicional, picante o no) y el mañoco (harina granulada de yuca). En sus cantos mágicos los pemón llaman a la yuca su “madre”. En la Gran Sabana han encontrado 23 variedades de yuca, en Venezuela hay casi 50. También están cultivando ocumo, auyama y maíz. La gente está sembrando para cuando lleguen las lluvias y así la tierra pueda renovarse. No obstante, los conucos levantados en la selva pronto se empobrecen y a los tres años hay que abandonarlos.

En cuanto al consumo de proteínas, la gente se mantiene con los pocos peces de agua dulce que pueden recolectar. No comen ni res ni pollo porque no pueden comprarlos. “La cacería es muy escasa. Para conseguirla se debe ir una o dos semanas selva adentro, pero como no es de gran importancia las personas se mantienen con lo que se puede, no es así de gran necesidad como en la ciudad”, explica Blanca.

La maestra también dice que hay otro grupo muy reducido de personas que se fue a trabajar a las zonas mineras.

Un modelo de desarrollo en colapso

La historia de Blanca es una gota en un océano de injusticias. Su comunidad tuvo que elegir forzosamente entre preservar su alimentación y estudiar, porque ni siquiera cuentan con acceso a internet y otros servicios para seguir los planes escolares. No obstante, los niños y niñas continúan aprendiendo en los conucos junto a sus parientes, que es un conocimiento anterior a la escuela y fundamental dentro de su cultura.

Esa gota es suficiente para entender que los indígenas y campesinos tienen mucho que enseñar a este sereware (tiempo actual), cuyo modelo hegemónico de consumo, dependencia y depredación ha entrado en colapso. Se ha movido el mal imoronek y hay un desequilibrio que se debe restaurar con la incorporación de paradigmas alternativos locales al mundo global, cosmovisiones que son respetuosas del ser humano y la naturaleza. La soberanía alimentaria y el trabajo comunitario son aportes fundamentales que tienen estas culturas para darnos.

Los pueblos indígenas nos muestran el cuidado como valor, que ha permitido la sobrevivencia frente a todo el embate colonial. En este sentido, debemos sacar el cuidado del espacio privado de las mujeres y plantearlo como una potencia política para el cambio.

Alejandra Santillana Ortiz, investigadora y parte de movimiento feminista de Ecuador, dice que es importante sostener el cuidado como la interdependencia, una parte de la condición humana que nos da la capacidad y necesidad de compartir la vida entre todos y todas y la naturaleza: “Nuestras vidas necesitan de las manos de otras y otros, y esas manos necesitan de las nuestras para seguir existiendo. El cuidado es la posibilidad de entender esos vínculos y conexiones necesarios para la existencia. El cuidado no se puede hacer en soledad. El cuidado requiere una escucha atenta”.

Vuelvo a Vilma Rocío Almendra Quinguanás y la escucho diciendo que ella siente a la madre tierra como la gran cuidadora de la vida, porque es la que ayuda a que las semillas puedan parir para alimentarnos y, a través del trabajo colectivo, garantiza la organización de los movimientos: “La tierra nos brinda agua, comida, relaciones distintas alrededor de las mingas (o cayapas), los trueques, saberes ancestrales que han estado en disputa y que se han ido erosionando porque asumimos que pedirle o incluirnos en el Estado es lo que necesitamos para vivir y, erróneamente, a veces lo hacemos así. En este contexto va quedando claro que tenemos que sembrar, cosechar, no para vender, sino para alimentarnos. Nosotras, mujeres, cuidamos las semillas. El cuidado no solo está en la que puede parir hijas e hijos, sino en las que hemos parido luchas…”.

En este ahora, la gente en los territorios también tiene pokoi (tristeza). No es el mawari, el piamá, el orodán o el rató los causantes de la peste. Y mientras la pandemia no se controle entre los töponken (los no indígenas) en los centros urbanos, la gente en los territorios será la que más sufra por la, prácticamente, ausente asistencia sanitaria. Pero en medio de la adversidad, los indígenas siguen criando y cuidando la vida en pataa (tierra). “El indígena no se queda con los brazos cruzados, la naturaleza nos ofrece mucho”, sonríe Blanca. Akuwamari (anciana que representa el espíritu de la yuca) sigue apareciendo en los sueños de los niños perdidos en la selva y apök (fuego) despeja los caminos.

Todas y todos nos seguimos preguntando.


*Periodista. Investigadora en la línea de asuntos indígenas y ecología en la Fundación Centro Gumilla. Miembro de la Red de Solidaridad y Apostolado Indígena de la CPAL. Miembro del equipo de la Red Eclesial Panamazónica.

Fuente: Revista Aurora n° 4.

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