Luis Ugalde, s.j.
La llamada revolución bolivariana se acabó como camino de prosperidad con justicia y democracia para todos. Eso lo ven hasta los chavistas. Ahora estamos en la lucha por la sobrevivencia: unos, aferrados al poder y haciendo uso dictatorial de los instrumentos del Estado y la mayoría luchando por sobrevivir en las colas, cercados por la violencia, agredidos por la falta de los productos más elementales y básicos y el brutal empobrecimiento a causa del asalto de la inflación desbocada. En este desastre no pocos apelan al Papa con esperanza. Él aconseja y nos recuerda puntos centrales de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI).
1- Diálogo de verdad
El primer consejo es que dialoguemos de verdad, es decir reconociendo al otro y su dignidad, con voluntad de comprender su aporte y con la convicción de que nos necesitamos para juntos (aunque diferentes) producir el bien que es común a ambos. De nada vale la viveza de utilizar al otro para hundirlo.
2- Dignidad, solidaridad y subsidiariedad
Todo orden social democrático y eficiente debe descansar en la convicción de que la construcción social es para que todas las personas participantes puedan realizar su dignidad humana. La organización social, el poder político y la economía son medios para ese fin. Hoy en la Venezuela dividida el mal común supera al bien; hace falta sumar y multiplicar, lo que no es posible sin una acertada combinación de tres principios:
“La dignidad humana de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política económica”. (Evangelii Gaudium n. 203)
La solidaridad en primer lugar es un dato antropológico: somos individuos, pero no aislados, ni cerrados, ni autosuficientes. El yo es nos-otros desde antes de su nacimiento y no podemos avanzar hacia la realización del “nos” sin los “otros”. Caminar juntos, pero no enfrentados, ni como apéndices del otro; somos una dignidad humana junto a otra, que se necesitan y apoyan. Seguramente en el hormiguero se dan estos apoyos de manera determinada por el instinto; las hormigas trabajan juntas para el objetivo común. En los humanos la cosa es más complicada, pues depende de la voluntad, y de la solidaridad; más allá de un condicionamiento natural, es una tarea espiritual y ética.
Por un lado es claro que el otro es percibido como enemigo, como rival y como amenaza. El hombre (hombres y mujeres) es “lobo para el hombre” y con frecuencia la relación de unos con otros es como la de las bolas de billar que chocan y se repelen, sin compenetrarse. Hay un profundo instinto de crecer a costa del otro, dominándolo y oprimiéndolo. La historia demuestra la fuerza de esta tendencia que lleva a la guerra, la negación y destrucción del otro, sea individuo, nación o grupo social. Pero también vivimos la solidaridad como llamada interior a crecer en reconocimiento del otro, caminar hacia el nos-otros, descubriendo que es amigo y aliado en la construcción de la esperanza común. Desde niños vamos aprendiendo a pasar del yo al nosotros y hacer nuestros el llanto y las alegrías de nuestro hermano. La familia, la vecindad, la polis, la nación, la humanidad, son construcciones que sin solidaridad no son vida ni realización para todos sus integrantes. Desarrollamos la libertad y la responsabilidad, combinando las dos tendencias contradictorias.
Frente a esta realidad hay ilusiones destructivas, como el individualismo cerrado que lleva el engaño de pensar que cada uno es autosuficiente y que el otro es enemigo y como tal hay que tratarlo. O que tanto mejor me irá, cuanto peor le vaya al otro. Es ilusa la idea “ilustrada” de pensar que buscando cada uno su propio interés exclusivamente, se produce el bien de todos por unas leyes naturales misteriosas salidas de la “mano invisible” del supremo ordenador.
En la sociedad hay relaciones de dominación y de subordinación basados en la ley del más fuerte. Para crear democracia hay que superar formas de opresión y dictadura, de monarquías absolutas, de botas militares o “socialismos” totalitarios al estilo Mao, Stalin o Kim Il-sung. Dictaduras con endiosamientos que niegan al otro y su dignidad. Es una tarea tan ardua y compleja la construcción de una sociedad solidaria y democrática para la dignidad, que en Venezuela apenas avanzamos en 150 años de independencia, pues sin “virtudes republicanas” no hay República. Al fin contamos con veinte años de camino democrático, que luego entre desgobierno y oposición se tiró a la basura por una utopía caudillesca.
El ser humano es egoísta y es altruista, es lobo para el otro y a la vez hermano. El camino de la humanización pasa por amar y afirmar al otro como a uno mismo. No basta el instinto y la ley natural para salir de sí mismo y juntos crear el nosotros.
Dios no es reflejo del poder político dictatorial, ni del dinero omnipotente, sino es Amor. Los cristianos aprendemos este camino en la vida de Jesús, rostro visible de Dios-Amor; él nos enseña que la vida no está en aniquilar al otro, sino en darla por él y que la puerta de la felicidad se abre hacia fuera.
El principio de subsidiariedad es clave para la relación adecuada entre el Estado y la sociedad, de la empresa privada y el Estado, del poder estatal central y las instancias locales, del poder nacional y la necesaria autoridad internacional. Juan XXIII llama a este criterio social “un gravísimo principio, inamovible e inmutable” (Mater et Magistra n. 54) “Así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, porque daña y perturba gravemente el recto orden social, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por sí mismas”. La instancia social superior “debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero nunca destruirlos ni absorberlos” (Ibídem) El estatismo viola este principio porque el Estado central absorbe y anula las instancias inferiores. Subsidiar es ayudar para que la instancia inferior se fortalezca e incluso llegue a independizarse de esa ayuda. Tal vez la mejor imagen es la de la madre que enseña a su hijo pequeño a caminar; ayuda para que el niño se esfuerce y llegue a caminar solo, no para perpetuar su incapacidad y dependencia. Tanto menor ha de ser la ayuda cuanto más se fortalezca el ayudado, que es el objetivo. La Iglesia aplica este principio también a la relación entre las múltiples iniciativas sociales en economía, en educación, en cultura… Juan XXIII dice: “La experiencia diaria, prueba, en efecto que, cuando falta la actividad de la iniciativa particular, surge la tiranía política. No sólo esto. Se produce, además, un estancamiento general en determinados campos de la economía, echándose de menos, en consecuencia, muchos bienes de consumo y múltiples servicios, que se refieren no sólo a las necesidades materiales, sino también y, principalmente, a las exigencias del espíritu; bienes y servicios cuya obtención ejercita y estimula de modo extraordinario la capacidad creadora del individuo” (Mater et Magistra n. 57)
El principio de subsidiariedad y el de solidaridad combinados son fundamentales para que la empresa privada crezca, para que la sociedad se fortalezca y el interés propio, motor del trabajo creativo, se desarrolle de modo constructivo. Toda empresa necesita un entorno social de paz, de ordenamiento institucional, de cierta armonía y el Estado debe estar diseñado para fortalecer la sociedad en todas sus instancias desde los individuos, la familia, las asociaciones, las comunas, las alcaldías, las regiones. Esto no elimina la autoridad del Estado, sino que la fortalece y la hace democrática. Ya en 1931 Pío XI decía que con eso “tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación” (Cuadragesimo Anno n. 80) Lo mismo vale para la autoridad mundial tan necesaria en estos días: “La autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos” (Juan XXIII Pacem in Terris nos. 140 y 141) El Estado y el mercado son dos instrumentos imprescindibles que se complementan y se potencian en la medida que se combinen con sabiduría, guiados por el principio de subsidiariedad.
Jesús ilumina además los dos principios fundamentales de la Teología del Poder Político y la Teología del Dinero, dejando en evidencia la idolátrica pretensión de convertir al dinero y al poder político en dioses absolutos que exigen sacrificios humanos en sus altares: “Nadie puede servir a dos señores, a Dios y al dinero”. Si endiosa al dinero mata al hombre, niega a Dios-amor y nos convierte en lobos. “Los poderosos de este mundo dominan y esclavizan” a su gente y la convierten en instrumentos y objetos de su poder endiosado. “No ha de ser así entre ustedes”, dice Jesús, sino que el amor mutuo convierta el poder en instrumento de servicio y el dinero en medio de vida.
3- La manipulación de “el pueblo”
Necesitamos mucho cuidado y alerta ante la manipulación del término pueblo (en política y en teología), pues ahí está la trampa donde la democracia se convierte en demagogia y el amor de Dios a los de nuestra religión se pervierte en odio y “guerra santa” a los de otras religiones. Se usa “pueblo” para rechazar y demonizar como “anti-pueblo” a todos los que no son de mi bando; así abrimos la puerta ancha al reino de los demagogos, que manipulan los sentimientos, las necesidades y los resentimientos históricos de la gente, con halagos fáciles y promesas de paraíso a sus seguidores incondicionales. Otra cosa es pueblo como conjunto de ciudadanos de una nación. Por otra parte el nacionalismo se pervierte cuando utiliza “pueblo” para alimentar el sentido de superioridad frente a otros pueblos y proclamar su supremacía mundial y expandir su dominio. Así entendió Hitler el “pueblo alemán”, Hegel el “Volksgeist” y los ideólogos imperialistas norteamericanos su derecho a dominar al mundo, llevando la civilización a “salvajes” necesitados de ser dominados y civilizados por espíritus superiores.
En América Latina (no solo) todavía hoy hace estragos el populismo y la demagogia con la palabra “pueblo” en boca de mesianismos que siempre llevan al fracaso y la frustración.