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Cónclave: cuatro puntos inexactos

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El cónclave es la reunión de los Cardenales de la Iglesia católica con el fin de elegir al Papa en el caso de que éste fallezca —como fue el caso de Juan Pablo II, que vio como sucesor a Benedicto XVI— o de que renuncie —como ocurrió con el papa Ratzinger, sustituido por Francisco—; en este contexto, los Cardenales electores se citan en Roma, más concretamente en la Capilla Sixtina del Vaticano, para ejercer esta grave responsabilidad que pesa sobre ellos de elegir al Sucesor de Pedro y Jefe Político del Estado del Vaticano.

El futuro Pontífice suele ser escogido por este grupo hoy día compuesto de 253 purpurados, de los cuales solo 140 son «electores», o sea con derecho a voto por tener menos de 80 años de edad. Pero también puede ser elegido cualquier católico que no pertenezca al Colegio Cardenalicio; eso sí, la forma de elección es per scrutinium , y no acclamationem seu inspirationem y es prerrogativa exclusiva de los Cardenales electores. Con otras palabras: el Papa podría llegar a ser escogido fuera del Colegio Cardenalicio, pero el Papa es elegido por los Cardenales electores en el cónclave y en ningún otro espacio distinto de éste, y se hace por votación.

Todo cuanto concierne a la «mecánica» de la Sede vacante y la elección del Romano Pontífice está recogido en la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis (1996), de Juan Pablo II, y en el Motu Proprio (2013), de Benedicto XVI, sobre la mayoría requerida para la elección. El papa Francisco lo que ha hecho es aumentar el número de los Cardenales (el 80% de los Cardenales que hoy día conforman el Colegio fue creado por él).

La elección del Papa se lleva a cabo en un clima de oración y discernimiento, de precisas celebraciones litúrgicas, con la invitación y participación del Pueblo de Dios a recogerse en oración para que real y efectivamente el Espíritu Santo asista a los electores.

De darse más de una votación sin resultados positivos, los Cardenales pueden consultarse entre sí a propósito del mundo actual, de la situación de la Iglesia universal y de las características que deberán distinguir al Papa. Está categóricamente prohibido todo tipo de «campaña» en beneficio de algún «candidato», la «compra de votos» o cualquier dinámica ajena a los principios que deben regir los destinos de la comunidad cristiana.

Todo lo anterior viene a colación después de haber visto el film «Cónclave», estrenado el mes de diciembre, del director Edward Berger. La cinta de dos horas de duración tiene la propiedad de mantener al espectador atornillado al asiento; entretiene, pues, al mezclar buenamente algunos elementos, especialmente el suspenso. De la visión se deduce que es bastante «correcta» por lo que se refiere al modo como se elige un Papa, habida cuenta de que no se trata de un documental.

Sin embargo, cuatro aspectos de la proyección llamaron poderosamente mi atención por su relativa inexactitud, y porque —gracias a la «magia» del cine— podrían crear matrices de opinión que lleven a muchos a considerar que «las cosas son así» como las presenta la película.

El sigilo sacramental

El cardenal decano Thomas Lawrence (Ralph Fiennes), que no «es un pastor, sino el administrador de la granja de las ovejas», asume la tarea de llevar adelante el cónclave una vez muerto el Papa en unas circunstancias no del todo claras, pero que la trama permite inferir que fue por causa natural. El cardenal Lawrence es un hombre bueno, cabal y honesto, que amaba al Pontífice difundo, quien no le aceptó la renuncia quizá porque intuía que el Cardenal era la persona más indicada para cargar sobre sus espaldas el delicado proceso de hallar un sucesor para la Cátedra de Pedro.

A la par con el desenlace de cómo murió realmente el Papa, toman formas las realidades más mezquinas que podrían deducirse de una elección de semejante envergadura, adelantadas por personas «bienintencionadas», que solo quieren salvar a la Iglesia, o llevarla a su estadio originario: componendas para excluir a candidatos papables, simonía o compra de votos para asegurar el número necesario para «ganar», orear los escándalos pasados para desacreditar.

En este contexto, emerge el primer elemento a considerar. El cardenal Lawrence viene a saber, mediante el Sacramento de la Confesión, del affaire que el cardenal africano Adeyemi (Lucian Msamati), tuvo 30 años atrás con una joven religiosa de solo 19 años de edad, quien quedó embarazada y dio a luz un niño, posteriormente. Lawrence arrostra a Adeyemi, pidiéndole que desista del papado para evitar sumar un escándalo más a la ya golpeada Iglesia. Él —Lawrence— no puede hacerlo, es decir poner al descubierto a su purpurado colega africano, pues está atado por el sigilo sacramental.

Lo cierto es que el cardenal Lawrence, desde el momento en que habló con Adeyemi, incurrió en una gravísima falta, violando el secreto sacramental. El sigilo se refiere, en primer lugar, a la custodia irrestricta de cuanto acontece en el Sacramento; no solo se adquiere el compromiso con el penitente de guardar responsablemente cuanto se oyó, sino que nace igualmente la llamada a vivir la experiencia de la confesión como si fuera siempre la primera vez; es por ello que, ante ciertos lugares comunes de parte del penitente del tipo «los pecados de siempre», el confesor debe estar dispuesto a escucharlos como si nunca antes lo hubiese hecho.

Existen dos maneras de que el confesor se libere del compromiso inherente al sigilo sacramental: uno, que el penitente le dé permiso al confesor para que refiera lo que escuchara en ese ámbito; pero aquí calza perfectamente la recomendación pastoral de que, no obstante haber sido eximido de la obligación, se aconseja al confesor no decir absolutamente nada; dos, aunque sea una verdad de Perogrullo: con la muerte del confesor, su conciencia se libera del lazo adquirido para con el penitente.

Esta realidad del sigilo sacramental es menester mantenerla, pues arrojar alguna sombra sobre ella significa mermar uno de los principios en que se apoya la confianza del Pueblo de Dios.

Seguimos un ideal

Por lo que respecta al segundo elemento, éste se relaciona con lo apenas dicho, es decir que con el desprestigio de Adeyemi haya podido desatarse una «caza de brujas», donde, como lo expresa uno de los Cardenales a Lawrence: «puestos a buscar defectos y pecados, es obvio que los hallaremos, desde el momento en que seguimos un ideal que ninguno es capaz de alcanzar». Este elemento, ya inserto en el imaginario de no pocos cristianos, alimenta la idea de que «el ideal Jesús» se asemejaría más a nosotros si hubiese dado cabida al pecado. En este caso, nosotros somos los realmente humanos y Jesucristo no pasaría de ser un aventajado, capaz de superar todas las vicisitudes de la vida precisamente porque no sabe lo que implica la presencia del pecado en la existencia humana. O sea, para Él es más fácil vivir la vida al no conocer el pecado. Y por lo que se refiere al cónclave, nadie está exento de historias pasadas comprometedoras.

Lo primero que debe precisarse es que nosotros no fuimos llamados ni nos comprometimos con un ideal, sino con una persona que ciertamente no le dio espacio al pecado, salvo para cargar con él —con todos nuestros pecados— y amorosamente superarlo. Jesús no es más humano, o tan humano como nosotros, si logramos adosarle alguna falta de las nuestras, sino todo lo contrario: su existencia, su modo de ser y actuar, su total historia y predicación, nos enseñar cómo ser humanos, cómo hacernos cada día más humanos; y no al revés, es decir que seamos nosotros quienes «humanizamos» a Jesús.

Ningún católico es digno de convertirse en Papa, salvo quien es capaz de anteponer a sus pecados y limitaciones personales la salvación que Dios opera en él a través de Su gracia, y se deja conducir por el Espíritu Santo, siguiendo el modo de proceder de Jesucristo, el hombre para los demás, el Rey Pastor cuya autoridad se ejerce sin violencia, pendiente únicamente del bienestar de la grey.

La Iglesia no es la tradición

El cónclave continúa su marcha. Se ha revelado otra intriga, que ve como protagonista al también papable cardenal Tremblay (John Lithgow), dimitido por «motivos graves» por el Papa poco antes de morir. Posteriormente, se sabrá que detrás de la conjura contra Adeyemi y la compra de votos está Tremblay; este complot verá la luz gracias a Lawrence, con el apoyo de la Hermana Agnese, y sacará de la competición a Tremblay.

Mientras tanto, en la ciudad ha habido un atentado con explosivos cuya onda alcanza a la misma Capilla Sixtina, dañándola, e hiriendo a algunos Cardenales. En este contexto, vemos un petit comité de Cardenales discutiendo sobre lo sucedido y planteando los propios puntos de vista. Entre las intervenciones, las más resaltantes son las de los cardenales Tedesco (Sergio Castellitto) y Benítez (Carlos Diehz). Del primero, hablaré más adelante; por ahora, me concentro en las palabras del cardenal Benítez, palabras que lo catapultarán en el cónclave.

Benítez llega a afirmar que la Iglesia no es la tradición. Esta lapidaria frase encierra una media verdad, pues es cierto que la Iglesia no es sólo la tradición, pero es también Tradición, es un «tesoro» que se ha acumulado desde que el mismo Jesús ascendió a los cielos, y puso en manos de los discípulos la misión de predicar el Reino de Dios a todos los confines del mundo. A partir de ese momento, se generó una comunidad con su historia, con sus santos y mártires que abarcaron todos los confines llevando el mensaje del Señor, ofreciendo incluso sus vidas en fidelidad a dicha predicación.

Esta idea de desestimar el pasado, hasta llegar a cancelarlo, es propia de este momento histórico que vivimos, que promueve la liquidez como elemento característico de la historia y de las culturas; por ello, no es menester mirar atrás. Hay que ver siempre adelante, porque la historia está por hacerse. El pasado no cuenta. La media verdad de esta postura apunta a deshacernos de todo grillete que no nos permita avanzar; por ende, debemos deslastrarnos de todo peso, aligerar la carga para continuar. Esto es cierto, pero no es «toda» la verdad.

Para quienes sabemos conducir, está clara la importancia de los espejos retrovisores mientras conducimos. Manejar el carro sin retrovisores representa un enorme peligro, por los accidentes que podríamos causar con las maniobras.

Por tanto, la Tradición es la ganancia de la Humanidad, aquello que ha atesorado con el paso de los años, de la experiencia y de aquellos principios a los que no podemos renunciar so pena de convertirnos en algo diametralmente opuesto a lo que decimos ser. Para ejemplo un botón: Jesús nos enseñó que hacer el bien, nos hace bien. Este elemento nacido del movimiento que Él mismo generó, no lo podemos negociar.

Pero la Tradición no se reduce a un cúmulo de realidades que podrían corroerse, fosilizarse convirtiéndose en un fardo insoportable de cargar, que termina contradiciendo su propio origen. Hay realidades superables y ya superadas (por ejemplo, el ejercicio violento de la autoridad), y otras por superar (el clericalismo, por nombrar una de estas realidades). La Tradición no es sólo custodiar lo que consideramos esencial; es también tradere, es decir transmitir, comunicar lo fundamental. Puede ocurrir —de hecho, ocurre— que en este pasaje nos valgamos de justificaciones históricas que sí pueden y deben mejorarse, aclararse, confluyendo con el vaivén de la realidad cambiante. Todo argumento que pretende justificar lo esencial es perfectible, en virtud de nuestra honestidad para con la realidad; pero lo esencial no se canjea o elimina. Para los tiempos que nos ha tocado vivir, esto último resulta antipático, oxidado, estólido. Pero forma parte fundamental de la predicación evangélica ir a contracorriente con aquello que abiertamente daña o compromete el modo de proceder de Jesús de Nazaret.

La Iglesia no es la tradición; es cierto. Pero es igualmente cierto que la Iglesia es Tradición. De esta Tradición venimos nosotros. Somos el fruto del testimonio de quienes nos precedieron; damos fe a los testigos de Jesucristo, empezando por quienes lo conocieron directamente, aquellos que Él escogió no por ser cien por ciento puros o santos, sino porque le profesaron su amor incondicional, y fueron correspondidos por Él con un amor que superó sus limitantes.

Conservadores y progresistas

Finalmente, quiero referirme a la parte menos trabajada de la película: la contienda entre los Cardenales más «conservadores», concentrada en la figura del cardenal Tedesco, y los más «progresistas» o liberales, representada por el cardenal Aldo Bellini (Stanley Tucci), y en alguna medida por el cardenal Lawrence.

Como dije al comienzo, se tiene la conciencia de estar ante una obra cuya principal función es el entretenimiento, y no un documental capaz de captar plenamente, a pie juntillas, el argumento que aborda. En tal sentido, resulta comprensible que el abordaje de las tendencias eclesiales conservadoras sean reductivamente descritas por el regreso al uso del latín, como idioma de las celebraciones litúrgica y lengua común a todos, y por la guerra de religiones. El conservadurismo comprime lo complejo de la realidad en la matriz maniquea que promueve los extremos, donde todo es blanco o negro, sin matices; o se está del lado correcto de la historia, o se está en el equivocado. En la otra orilla se hallan los liberales, cuyo plan para la Iglesia tiene que ver con el aborto, la participación de la mujer en los ámbitos decisorios y en detener el retroceso de 60 años de progreso eclesial que supondría la llegada de los conservadores al pontificado.

Decía más arriba que se trata del argumento menos elaborado de la película, porque se asume desde clichés atribuidos al orden político, porque es presentado de modo caricaturesco, porque desconoce lo ya atesorado para apostar por lugares comunes y porque, en definitiva, cuando nos movemos por lecturas antagónicas de la realidad, de extremos opuestos irreconciliables, no hay punto alguno de encuentro. Y ambos, sin embargo, tienen algo en común, a saber, la certeza —bienintencionada— de estar en lo correcto, y el otro en la parte equivocada.

La variedad y la certeza

¿Cómo se sale de la trampa de la polarización también presente en la comunidad? Un proyecto de respuesta lo encontramos en la homilía del cardenal Lawrence, que da inicio al cónclave. Palabras más, palabras menos, dice así:

«Para poder trabajar juntos es menester la tolerancia y no que una facción subyugue a la otra, dominándola. Y la variedad de personas e ideas es un don de Dios que da fuerza a la Iglesia. La certeza es la enemiga de la unidad, de la tolerancia, cuando bien sabemos que la fe camina al lado de la duda, y sin ésta no existiría ni la certeza ni los misterios y no necesitaríamos de la fe».

Estas palabras, de suyo hermosas, hay que matizarlas pues su belleza podría conducirnos por derroteros impensables, y quizás no deseados. En primer lugar, apoyémonos en la bien conocida imagen paulina del cuerpo: el cuerpo es uno, y lo componen diferentes miembros, cada uno con una función determinada, que contribuye con la totalidad, y sin ésta, una función individual o solitaria, no contribuye a la unidad del cuerpo. Lo que debería sobresalir no es entonces la variedad de personas e ideas, sino la unidad, donde tales variedades son bien recibidas porque apuntan al bienestar del cuerpo; lo otro sería pensarnos como un puzzle donde, en lugar de piezas simétricas, tenemos mónadas que «deben» calzar. En la metáfora del cuerpo, los miembros tienen igual relevancia y dignidad, porque la ausencia de uno de ellos va en detrimento del cuerpo.

Con relación a la certeza, si ésta no es correctamente educada e informada, corre el riesgo de convertirse en fundamentalismo rancio, que niega al otro, buscando aplanar las diferencias, dando fuerzas a la intolerancia. Ahora bien, resulta necesarísimo hoy día ser hombres de certezas, con convicciones. En el largo camino recorrido por la Humanidad, y en el tramo que aún debe recorrer, es cierto que una buena parte de ésta estamos convencidos de la defensa de la democracia contra los embates de los regímenes totalitarios y totalitaristas, de la promoción de los derechos fundamentales del ser humano, del cuidado de la Casa común y de una larga lista de realidades que podríamos añadir en este sentido.

Como dijera igualmente al inicio, estamos en presencia de una buena película, bien hecha. Resalta particularmente la figura del cardenal Lawrence que, mientras hizo de administrador de la granja de las ovejas, se convirtió en pastor y guía. Para él, y para todos aquellos que crean que lo contrario de la fe es la duda, me permito expresar con sencillez la certeza de que lo contrario de la fe es el miedo.

Lee también: Un cónclave para audiencia woke

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enero 6, 2025
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