Editorial Revista Sic 730. Diciembre 2010
En toda América Latina y, en especial, en Venezuela, se fue arrinconando a los indígenas hasta que se los relegó a los confines. Humboldt relata cómo primero venían las misiones que lograban la pacificación, la sedentarización, la constitución de pueblos y la roturación de las tierras hasta volverlas productivas. Cuando todo estaba en funcionamiento, irrumpían los criollos y se establecían en la misión que se convertía en pueblo, con acuerdo tácito de las autoridades, aunque en contra de las Leyes de Indias, y arrebataban las tierras y convertían a los indígenas en peones bajo la figura de la encomienda o de la hacienda. Los que se sometían, con el paso del tiempo perdían su identidad y se trasformaban en campesinos. Los que resistían tenían que replegarse cada vez más lejos hasta llegar a las zonas selváticas en las que los criollos no tenían interés de entrar porque estaban más allá de la frontera agrícola y ganadera. En ese tiempo eran confines sin valor económico y zonas tenidas como no habitables.
En nuestro país se refugiaron en el sur del Orinoco, cada vez más hacia las cabeceras de los afluentes. En toda la zona andina, desde Colombia hasta Bolivia, se los empujó hacia las alturas y hacia la hoya amazónica, en la que vivían ya muchos pueblos. Aunque, como poseían altas culturas y eran muchos más, pudieron resistir mejor en su propio hábitat. En general, en zonas de altas culturas y más densamente pobladas, los indígenas resistieron aun a costa de una durísima servidumbre de la que todavía no se han repuesto, mientras que en las demás fueron empujados hacia confines, sean boscosos o desérticos. Así en el sur, en Chile, la frontera fue el Bío Bío; entre Argentina y Paraguay, la zona desértica del Chaco; en el norte de México, la zona árida en la frontera habitada tradicionalmente por los Chichimecas; entre México y Guatemala las selvas, cada vez más cuarteadas; entre Colombia y Panamá, en el tapón del Darién, que se está reduciendo aceleradamente…
Ahora esos confines son valiosísimos, tanto por las reservas de agua y de minerales como para la explotación maderera y la agroindustria. Son terrenos todavía inhóspitos para la gente de a pie; pero perfectamente penetrables para los consorcios mundiales que codician las tres fuentes de riqueza con absoluto desprecio por sus habitantes y por la suerte del planeta. No sólo manejan ingentes recursos sino un poder que supera al de los Estados, además de que son apoyados por los gobiernos, en este sentido imperialistas, de los países donde están sus casas matrices, que se puede decir que están a su disposición. Los científicos están convencidos, más aún, seguros de que la destrucción de esos ecosistemas traería la muerte de la vida en el planeta o al menos lo pondría en gravísimo peligro, y desde luego acabaría destruyendo el equilibrio de los ecosistemas, ya seriamente deteriorado como evidencian los contantes desastres.
Se ha llegado al punto en que a los indígenas no se les puede seguir empujando más lejos. La propuesta “civilizatoria” es que se diluyan entre la población campesina. Ha sido la propuesta de nuestras élites más conscientes y humanitarias. Es la tesis, por ejemplo, de Doña Bárbara: en los Llanos no tienen lugar los indígenas sino sólo los mestizos que, como Marisela, se blanquean. El dueño, por supuesto, ya no será el patrón rústico sino el doctor que modernizará toda la zona.
Otras soluciones, aparentemente más justas y humanitarias, pero que a mediano plazo acabarían con los indígenas: dar un pequeño territorio a cada pueblo −al modo de las reservas en Estados Unidos−, lo que traería su muerte cultural y su degeneración humana ya que su cultura pide espacios muchísimo más amplios; o dar terrenos pequeños a cada aldea o grupo de aldeas, quedando éstas estranguladas o absorbidas por los pueblos criollos o, más todavía, por las grandes empresas.
¿Qué hacer?
Lo primero que habría que poner de relieve hasta que quede completamente claro en la conciencia de la población es que entregar estas tierras a las grandes empresas, bajo el pretexto de que ellas aceleran el desarrollo, es suicida y debe ser desechado de un modo absoluto y combatido por todos los medios. Esto, tanto en nuestro país como en todo el continente y en todo el mundo.
La alternativa debe ir a dos niveles: al nivel del suelo y al del subsuelo. Es decisivo comprender que los suelos deben ser preservados, como pulmones del mundo y como reservorios de agua. El mejor modo de lograrlo es consentir que los indígenas sigan viviendo allí como custodios de esos territorios. De este modo, además, se salvaguarda a esas poblaciones. Hay que comprender que sólo de ese modo se las salvaguarda.
Pero, para bien de ellas y para seguridad de todos, el reconocimiento de sus territorios dentro de cada Estado debe ir aparejado con el reconocimiento de parte de ellos de su responsabilidad ante el Estado, ante el resto de los conciudadanos y ante la humanidad. Responsabilidades explicitadas. Porque los intereses en juego son poderosos y es gravísimo el peligro de la utilización de líderes indígenas para fines depredadores. La explotación de los suelos sólo puede permitirse bajo garantía de que se lleve a cabo de modo no sólo conservacionista sino optimizador de sus recursos. La explotación de las aguas en ningún caso puede privatizarse. Y si se ha privatizado, debe revertir a la nación.
El subsuelo de esas zonas es del Estado, como en el resto del territorio. Pero en esas zonas el Estado tampoco tendría que tener derecho de otorgar concesiones a corporaciones globalizadas a no ser con garantías muy claras de que no se deteriore el ambiente. La razón es que esas cabeceras de ríos, esos pulmones vegetales y esa habitación de los indígenas significan mayor valor que los minerales.
Esto presupone que tenemos que llegar al consenso de que no todo puede estar mercantilizado. Y lo que razonablemente entre en la dinámica del mercado, debe regirse por condiciones que resguarden la autosustentabilidad de los hábitats.
Nuestra Constitución reconoce en el preámbulo que somos un país multiétnico y pluricultural que tiene que vivir esa su condición en estado de justicia y, añadimos nosotros, de interacción simbiótica. También lo reconocen otras constituciones de América. Es un objetivo prioritario. Actualmente la ideología del mestizaje trata de paliar este objetivo alegando que aquí todos somos café con leche. Esa constatación pasa por alto que no sólo existen culturas mestizas sino también otras no mestizas; entre éstas, las indígenas.
Una asignatura pendiente que no admite más demora es el reconocimiento de la diferencia en pie de igualdad, de manera que los occidentales dejen de mirar a los demás por encima del hombro. Los más diferentes son, sin duda, los indígenas.
No se reconoce a los indígenas si no se reconocen sus tierras. Esa es la trascendencia histórica de lo que estamos planteando. Porque no se salvará la Tierra si no nos reconocemos diferentes y mutuamente referidos; hablando en cristiano, hermanos.