El silencio no es opción, ni tampoco “hacer como si nada pasó”.
Desde la propaganda oficial se propugna, insistentemente, que no solo el deseo de cambio no ocurrió, sino que además se respira un clima de “estabilidad” y de “paz”, sumado al jolgorio del fin de año. La verdad oficial anula no solo la voluntad de los millones que, en sus cuentas no verificables, habrían optado por un cambio, sino que además pretende establecer que el statu quo presente es preferible a la sociedad. El sistema actual y sus agentes desean una sociedad desmovilizada y despolitizada, que “pase la página”.
Las evidencias que el sistema electoral arrojó, y hoy oculta, es que el pasado 28 de julio, millones de venezolanos expresaron un claro deseo de cambio y transformación del país, rechazado y descontado por el poder existente. Edmundo González Urrutia, candidato de la Plataforma Unitaria Democrática y partidos aliados, obtuvo más del doble de los votos para la Presidencia de la República que Nicolás Maduro, candidato a la reelección por el Partido Socialista Unido de Venezuela. Esta expresión es transversal a todas las clases sociales y a todo el territorio nacional. Tal es el hecho contrastable con la realidad social, no solo en múltiples mediciones de opinión de todos los signos, sino con años de desencanto, disolución de comunidades y distanciamiento de la población con el poder.
La respuesta del poder dominante, todo hay que decirlo, no solo ha sido la de declarar una verdad oficial, sino la de criminalizar el más simple cuestionamiento a esta verdad. El conjunto de los poderes públicos, con evidente eficacia pero con discutible legitimidad, han propiciado medidas ejecutivas, legislativas, judiciales, militares y policiales en contra de la expresión de la sociedad a la que declaran servir: la sentencia que normaliza metafísicamente los anuncios electorales oficiales; la detención de miles de manifestantes en todo el país, especialmente en sectores más jóvenes y socialmente vulnerables; la aprehensión, persecución, acorralamiento y expulsión de dirigentes políticos; la legislación contra el derecho de asociación; el uso impreciso de la categoría “fascista” para la demonización legal de proyectos políticos opositores; anuncios de regulación adicional sobre mecanismos de comunicación alternativa y procesos electorales. Todo esto ha llevado a la anulación de facto del derecho de reunión y protesta, bajo un esquema de temor generalizado.
Si, doctrinariamente, concebimos que el Estado es una institución al servicio de la comunidad de personas humanas, no un fin en sí mismo –”la comunidad política existe para el bien común”–, concebimos entonces que no existe una versión unívoca del bien, sino un acercamiento pluralista desde múltiples visiones e intereses. Por eso es por lo que tiene sentido el respeto de las garantías y derechos fundamentales de la persona en su seguridad e integridad, incluyendo la promoción de avances económicos y sociales que den sentido a la paz. La mera estabilidad, sin la posibilidad del desarrollo de las potencialidades de las personas es lo contrario de la paz.
Bajo esa prescripción, el principio de subsidiaridad es clave. Este principio sostiene que el Estado no debe asumir tareas que pueden ser llevadas a cabo por individuos o asociaciones menores, ya que esto sería una forma de tiranía. Esto no solo tiene que ver con la gestión económica o con la atención de los bienes públicos, sino que también pone acento al trabajo que desde y al servicio de la comunidad hacen los activistas, organizadores, dirigentes gremiales y vecinales, así como los políticos desde fuera y dentro del poder. El objetivo de la subsidiariedad, como límite al despliegue del Estado, es facilitar y no obstaculizar el florecimiento humano de la manera más cónsona con la complejidad de su vida comunitaria.
Hemos insistido en otros espacios que el modelo político esencial de la Constitución de 1999 radica en su artículo 2°: “Venezuela se constituye en un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia”, reconociendo la vida, la libertad, la justicia, la igualdad y la solidaridad como valores fundamentales. En la medida que la integridad de ese modelo político se ha visto afectado por la práctica institucional de un cuarto de siglo, es ostensible la separación de la realidad venezolana de estos exigentes principios. Si lo entendemos desde la doctrina que anima estas páginas, no podemos conformarnos con el mero realismo al que invita la propaganda oficial y la resignación oficiosa: un entendimiento más profundo sobre el papel del Estado, la dignidad humana, y el bien común, nos muestra de manera terrible la contradicción entre nuestros valores y la realidad.
El modelo de 1999 no era la objetivación de la personalidad del liderazgo, sino que contraponía elementos de la tradición constitucional venezolana hasta entonces delineada, con las demandas del proyecto revolucionario. La población, al final, aprobó un texto más tímido que la vocación del poder emergente, pero sin dotar al país de límites institucionales que evitasen interpretaciones sectarias. El problema original de la revolución bolivariana, más allá de la tradición democrática de la que podía reclamar ser heredera, era el rechazo a la sociedad entonces existente como esencialmente injusta, y por tanto legítimamente desmontable. Las personas que eran parte de esa sociedad carecían de agencia propia y necesitaban la conducción de un líder, o eran incapaces de aceptar los cambios revolucionarios al estar controlados por intereses e ideologías reprochables. Aunque electoralmente popular y con una represión selectiva (pero no inexistente) la revolución estaba dispuesta a imponer un poder ilimitado sobre quienes se le resistían.
Partiendo de estas premisas revolucionarias y autoritarias, incluso las mejores intenciones tendrían que ceder inevitablemente ante la inclinación a concentrar el poder. La centralización y regulación revolucionaria, buscaba disolver a las instituciones intermedias –como las asociaciones civiles y gremios, los partidos políticos, las empresas privadas– con efectos no percibidos inicialmente. La historia del último cuarto de siglo ha sido la de una ola de concentración de poder. Primero, allanando los límites de la expansión del Ejecutivo frente al resto de los poderes públicos; luego, con la ampliación de la intervención estatal sobre los espacios de autonomía social y económica; y por último por la oligarquización del sector social que ha conducido este proceso general de liberalización, primero política y luego económica, que no era evidente gracias a la externalidad del boom de las materias primas de comienzos de siglo.
La década de los 2010 fue el tiempo de las consecuencias del intervencionismo estatal en la economía: la crisis humanitaria compleja, cuyas secuelas seguimos viendo en todos los índices de pobreza, desigualdad y desarrollo humano que puedan encontrarse. No se trata de un momento de desaceleración económica, o de una recesión profunda, sino de una transformación estructural de nuestro tejido social cuyas consecuencias apenas podemos comprender. Es la pérdida del capital social, intelectual y material que tomó décadas producir a la sociedad venezolana.
Si bien se ha planteado, para alivio de personas confundidas, una importante desregulación económica, no solo es esta azarosa y casuística, sino que además está acompañada de un recrudecimiento de la intervención política. La confusión está en pensar que no solo esto es un estado deseable de cosas, sino que la estabilidad impuesta por la represión –en la que se confunden los efectos de esta con una “normalidad” solo aparente– es en realidad el terco continuismo de la receta despolitizadora del statu quo rechazado por la amplia mayoría de la sociedad. Ante el rechazo social, se intenta implantar la indiferencia estatal, en un aparato que tiene crecientes dificultades para desplegar cualquier gestión confiable que revierta la dinámica por él creada.
Ante la frustración política derivada del arrebato dominante, sin embargo, ha ido emergiendo una nueva racionalización de la ocupación. No basta ya con declarar que no ocurrió lo que la sociedad conoce, sino que es necesario decir que es imposible atender el reclamo de la sociedad. La carga de la responsabilidad del continuismo recae en que la opción preferida por la sociedad no era aceptable para el poder dominante, y que, en cualquier caso, el cambio habría sido extremista, azaroso y desestabilizador. Para esta visión, vendrán mejores tiempos para el cambio solo en la medida que el cambio sea aceptable no para la sociedad, sino para quienes le dominan, con la expectativa que este sector se conduciría de modo distinto a su tendencia histórica. Es necesario recordar que todos los líderes políticos de la oposición venezolana, desde Manuel Rosales hasta María Corina Machado, han sido caracterizados desde el poder como extremistas en algún momento.
En Venezuela no hay democracia, más allá de la declaración constitucional. No es verdad que hay dos visiones de país hoy enfrentadas en colectivos sociales robustos, populares, que tienen una pretensión legítima de poder. Lo que atestiguamos es lo más cercano a una situación de ocupación, aunque no se asuma frontalmente como tal: un control hostil de parte de un aparato de poder minoritario sobre una comunidad política cuya soberanía ha sido puesta en entredicho, más allá del ejercicio legal y legítimo por esta aceptado. No nos referimos a un sector electoralmente minoritario, cuyo derecho es parte del respeto al pluralismo en un sistema democrático; sino a un grupo de poder que se percibe como ajeno a la sociedad que gobierna. Esta situación no tiene realmente precedentes en nuestra historia republicana, puesto que incluso los sistemas autoritarios precedentes gozaron de algún grado de expectativa de legitimidad derivado de alguna situación excepcional.
En la medida que la ocupación pase de temporal a permanente, se insistirá en que la sociedad y sus vanguardias de activismo y militancia replanteen sus objetivos de corto plazo. Se discutirá si la insistencia en la fecha límite del 10 de enero, en la que debería asumir el Poder Ejecutivo el embajador González, es una utopía inalcanzable. Se plantean debates sobre la participación y canalización electoral o extra electoral del descontento social, que permanece intacto, dentro de las instituciones del poder dominante. No hay, de entrada, una respuesta legítima a priori a estas cuestiones, en la medida que no se aclare cuál es el propósito último de la acción política a escoger. La política, recordemos, es un medio y no un fin en sí mismo.
El propósito último de una acción política orientada a la vida humana ha de ser, entonces, salir del estado apolítico para procurar un estado político, solo posible dentro de un esquema pluralista y democrático. Ese estado no existe hoy en una Venezuela ocupada por un poder hostil a la voluntad de los miembros de su comunidad política de demandar un ejercicio del poder distinto, cónsono con sus aspiraciones de desarrollo humano. Y esto trasciende banderas políticas: desde la disidencia del Polo Patriótico hasta la Plataforma Unitaria y el liberal Vente, todas las corrientes parecen atentas a la conformación de un frente social incluso más amplio que la votación del 28 de julio, con las limitaciones que impone la realidad represiva.
¿Qué tipo de acción política es deseable en una Venezuela así ocupada? La primera, la más básica, es la de la resistencia en aras del mantenimiento de la idea misma de la democracia, que es la expresada por millones de votantes ante las pantallas del Consejo Nacional Electoral en los pasados comicios. Hacer esto con los medios que se consideren legítimos a tal fin, que hagan manifiestas las contradicciones entre los principios que el poder dominante dice defender con su ejercicio efectivo: desde los recursos ante el Poder Judicial, a la presión de la participación electoral, pasando por la protesta social focalizada o masiva, e incluso mecanismos heterodoxos que ya no pueden descartarse ante el arrebato oficial. La reflexión política de estas páginas no pretende sustituir la decisión de quienes encarnan la grave responsabilidad del liderazgo de la acción política, pero –como dijo Maritain– los analistas, intelectuales y académicos no podemos atrincherarnos en la seguridad del pensamiento no expresado, cerrando los ojos “a las angustias de los hombres y la sociedad”. Como bien dijeron los cardenales Porras y Padrón en las horas que siguieron a la más reciente elección, sería imperdonable mantenerse en silencio, “dejando que el tiempo transcurra en balde”, ya que nuestro llamado es dar sentido al compromiso de quienes atienden estas voces.
Notas:
Maritain, Jacques (1935): Lettre sur l’indépendance. Desclée de Brouwer. p. 5.