Daniel Esparza
La diferencia fundamental entre una revolución y una democracia no son sus instituciones. Ni siquiera su carácter violento o no violento. La distinción estriba en la incapacidad revolucionaria de comprender que el Fin de los Tiempos -esto es, la consumación escatológica de la sociedad desclasada- no está en manos de los hombres.
En esto, las revoluciones permanecen en la creencia, asesorados por la serpiente de turno, de que pueden “ser como Dios” y provocar la escisión mesiánica definitiva en la Historia.
Esa es la causa de la idolatría inherente a toda revolución, y la explicación de su necesidad iconoclasta de destruir toda otra representación de poder o gloria que no sea revolucionaria.
Por eso, la misión del hombre religioso en tiempos de revolución -y también de democracia- es paradójicamente demoníaca: debe decir “non serviam” a los poderes de turno para poder ser libre de servir realmente al prójimo.
En esta desobediencia, el hombre religioso -esto es, cualquier occidental que se reconozca como tal, y que entienda con un mínimo de claridad la fundación teológica de occidente- asume como propia la función del Katekhon.