Por Alexandra Utrera. (periodista colombiana, exiliada)
Fui al aeropuerto a recoger a un amigo; a quien no veía desde hace un poco más de un año, cuando decidió regresar a Colombia, según me dijo: “a vivir sus últimos años allá”. Recuerdo que el día del esperado retorno estaba tan impaciente que decidió pasar la noche en el aeropuerto, en caso de que las inclemencias del invierno no le permitieran llegar a tiempo. Hoy, dieciséis meses después, casi no lo reconocí, no por el color bronceado de su piel, o los músculos fortalecidos en sus sexagenarios brazos; sino porque mi amigo Saúl, el que canta vallenatos preparando café, el mismo que durante veintiún años trabajó limpiando una iglesia Anglicana para ahorrar dinero y regresar a su país, traía a su regreso una mirada aún más triste que con la que llegó a este país por primera vez, veinticinco años atrás.
Casos como el de Saúl se dan con más regularidad de la que se esperaría, teniendo en cuenta que la situación de guerra que vive Colombia no ha cambiado en los últimos treinta años y que los resultados de tres años de implementación de la ley 1448 o Ley de Victimas y restitución de tierras, que se supone debería ofrecer medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno, no ha dado resultados concretos en favor de las víctimas, quienes, por el contrario, han sido en su mayoría perseguidas y re victimizadas. Así que quien decide regresar, lo hace por su cuenta y riesgo.
Según la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR), de cada diez cuatro refugiados regresan a su país de origen en un plazo de cinco años. Para los refugiados Colombianos, que son un grupo de aproximadamente 6 millones de personas, repartidas principalmente en Sur y Norte América, además de España, el dilema del retorno es tan complejo y específico como el mismo conflicto que los obligo a salir de su país. El plan de volver implica toda una logística de prevención en el tema de la seguridad personal, que solo un colombiano entiende: Hay que volver al país, si, pero no a la misma región de donde se es originario.
“No se puede visitar amigos o conocidos, no se puede dejar ver que uno viene de afuera porque eso levanta sospechas”
Saúl regreso a Colombia con lo que pudo ahorrar trabajando como aseador en una iglesia; un empleo, alejado de su profesión de profesor de español y literatura, con el que por lo menos logró pagar al gobierno del país receptor en tres años, el costo del ticket y atención médica que le ofrecieron por su condición de refugiado, (una suma de $35.000.oo dólares canadienses, más o menos unos 65 millones de pesos colombianos). A la hora del regreso a su país, Saúl tenía la idea de comprar una casita en zona suburbana y allí desarrollar un pequeño proyecto de agricultura que estuvo planeando en el tiempo que le dejaba su jornada laboral de diez horas diarias de lunes a sábado.
Durante los primeros meses de retorno, Saúl vivió el paraíso de estar rodeado de su familia, disfrutar de los sabores tan extrañados en su exilio, tomarse unos rones con sus hijos y reír a gritos sin que eso le molestara a nadie o le ocasionara una visita de la policía. Quienes si le visitaron fueron los grupos armados, no por el exceso de ruido, sino porque según ellos, quien llega del extranjero
“Trae dólares y tiene que pagar una cuota de seguridad”; que en su caso fue fijada en 500 dólares al mes.
Al acabarse los ahorros, Saúl, sobreviviente de un atentado que, en 1988, con siete impactos de bala lo dejó en silla de ruedas, por dos años, y, lo envió al exilio, sabía que el tiempo feliz se acababa. Así que vendió la casita, dejó el dinero que pudo a su familia y compró un ticket de regreso “al purgatorio”.
No todos los exiliados son víctimas directas, pero la extendida guerra colombiana ha generado toda una gama de violencias bastardas que han afectado a todos y todas. Violencias de orden económico, de género, violencia sexual, reclutamiento forzado de menores (por parte de todos los grupos armados ilegales y del gobierno en forma de “batidas”) el secuestro, la detención arbitraria de líderes sociales, el desplazamiento forzado, las extorsiones, el robo de tierras para el narcotráfico o proyectos de corporaciones trasnacionales, el exterminio de culturas indígenas…los ejemplos son interminables.
En Colombia tienen que darse garantías de seguridad y el acondicionamiento del marco legal para el retorno digno de los desplazados internos y del exilio; además de la atención integral a todas las víctimas y a sus comunidades. Porque hablar de post conflicto es ser capaz de imaginar y construir un país más allá de las restricciones conceptuales que la guerra nos ha impuesto en más de seis décadas. La reconciliación es un proceso que tomara tiempo pero que vale la pena y que urge iniciar.
El reloj sigue su marcha y Saúl a sus 68 años sigue sentándose cada noche a las siete frente a su computador para ver el noticiero mientras espera,
“Que las condiciones se den y me permitan regresar a mi país porque así el me haya sido infiel tantas veces, yo lo sigo amando con toda el alma”.