Por Germán Briceño Colmenares*
Si alguna lección nos ha quedado grabada con tinta indeleble de nuestras ya lejanas clases de historia universal, es aquella que estableció la línea divisoria entre la prehistoria y la historia a partir de la invención de la escritura. Desde entonces, las tribulaciones de los hombres, sus miserias y grandezas, sus dramas y epopeyas, han sido inmortalizados en caracteres impresos, para provecho y solaz de todos los lectores que en el mundo han sido.
Hubo otro paso igualmente decisivo al cual el hombre llegó mucho antes de descubrir la escritura y que ha seguido ininterrumpidamente presente hasta nuestros días: el de plasmar pictóricamente sus impresiones de lo que lo circundaba, inquietaba o fascinaba. La pintura ha sido desde entonces una de las formas de expresión más sublimes de la humanidad. Más recientemente, apenas un par de siglos atrás, el acervo del imaginario colectivo dio una nueva y genial vuelta de tuerca: una serie de conjeturas y experimentos de vieja data, se cristalizaron en la invención de la fotografía. A partir de entonces, ese deslumbrante arte de atrapar un instante de la realidad misma en una imagen, se ha hecho omnipresente e inseparable de todos y cada uno.
En esa necesidad existencial de reinventarse para sobrevivir a que se han visto obligadas las publicaciones impresas para enfrentar a sus pares digitales, no pocas echan frecuentemente mano de sus ingentes fondos editoriales, en los que con frecuencia vuelven a encontrar olvidados tesoros con los cuales deslumbrar una vez más los atónitos ojos de sus agradecidos lectores. Algunas de las joyas más preciosas que forman parte de esos polvorientos caudales, son sin lugar a dudas sus archivos fotográficos.
Me acaba de volver a ocurrir con la Revista Time, que recién publicó una reedición monográfica en versión impresa -por estos tiempos virtuales hay que aclarar en qué formato se publican las cosas- de las que considera las 100 fotografías más influyentes de la historia (que tiene su correlato digital: http://100photos.time.com/). A quien tenga la dicha de hacerse de un ejemplar, le aseguro que su tiempo y su dinero habrán sido magníficamente invertidos. No encontrará allí quizá nada que no hubiera visto antes alguna vez -se trata de instantáneas celebérrimas y se han publicado ya algunos libros antológicos- pero se dará banquete con el delectable elixir del redescubrimiento.
Como se sabe, detrás de toda fotografía memorable suele existir una gran historia con una dosis de azar y buena fortuna, que a veces se equipara en interés a la imagen misma. La cuidada edición de Time acompaña cada foto con su respectivo retrato hablado. No voy a cometer aquí la indelicadeza de escamotear a los lectores el inestimable placer de ser ellos mismos quienes se adentren en esos parajes dramáticos y luminosos, pero sencillamente no puedo resistir la tentación de ofrecer algunos abrebocas suculentos.
Lo mío ha sido desde siempre una fascinación por los personajes históricos. ¿Quién en su sano juicio no daría lo que fuera por conocer el aspecto real, la viva imagen de alguno de sus héroes de la antigüedad? Aristóteles, Jesucristo, Tomás de Aquino. Lamentablemente los teléfonos inteligentes no abundaban por aquel entonces.
Como premio de consolación, Time nos ofrece algunos soberbios retratos de ciertos próceres más contemporáneos: Abraham Lincoln, ese gigante espigado y taciturno cuyo semblante irradiaba desde siempre una enigmática melancolía. Gandhi recitando un mantra recogido en la soledad de su habitación. Neil Armstrong contemplando la sideral inmensidad del espacio desde su atalaya lunar. Winston Churchill, escrutándonos con esa mirada socarrona y vivaz, unos penetrantes ojos infantiles atrincherados en su rechoncha y bien trajeada humanidad. Después de algunos forcejeos con el fotógrafo turco-canadiense Yousuf Karsh, Churchill finalmente se dio por vencido y se dejó retratar por aquel, soltando luego una de sus geniales frases: “usted es capaz de lograr que un león rugiente se quede quieto para una fotografía”.
Pero también se pasea por las páginas de Time un dramático y silencioso ejército de héroes y víctimas, célebres y anónimos, actores, bailarinas, inmigrantes, deportistas, niños famélicos y enfermos terminales, pobres de solemnidad sufriendo los rigores de la Gran Depresión, obreros tomando su almuerzo suspendidos en vilo sobre la Gran Manzana, Marines izando la bandera estadounidense sobre un amasijo de hierro y piedra en Iwo Jima, soldados del Ejército Rojo izando la suya sobre las ruinas candentes del Reichstag, muertos apilados sobre el ensangrentado terreno de Antietam, documentos gráficos de crímenes atroces diversos, la escalofriante imagen de un hombre que se lanza al vacío desde las malogradas torres del World Trade Center el 11 de Septiembre de 2001.
Todas ellas, imágenes convertidas en poderosos y sobrecogedores íconos de su tiempo y sus circunstancias que, como bien lo expresan los editores de Time, reflejan ese inefable enigma de estar en el lugar indicado, en el momento preciso. Eso fue lo que le pasó al fotógrafo Harry Benson cuando capturó para la posteridad la célebre guerra de almohadas de los Beatles en su habitación del hotel George V de París en 1964. Benson, un curtido y serio reportero gráfico, se encontraba en la capital francesa de camino a cubrir alguna noticia en África cuando fue asignado intempestivamente a seguir a los muchachos de Liverpool. Escéptico al principio, quedó fascinado por el cuarteto una vez que entró en contacto con ellos y su música. La imagen capta la juvenil euforia de la banda al enterarse de que su canción I Want to Hold your Hand, había alcanzado el número 1 en los Estados Unidos, dando rienda suelta al vendaval de la Beatlemania. Al recordar, años después, ese preludio de una colaboración que se extendería por décadas, Benson diría: “Estuve tan cerca de no estar allí…”
Mientras escribo esto cierro el ejemplar de Time y pienso: de no haber sido por Benson y el centenar de sus prodigiosos colegas cuya mirada nos interpela desde esas páginas imperecederas, qué cerca hubiéramos estado nosotros de no estar allí.
*Abogado y escritor / germanbricenoc@gmail.com