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Cicerón y la vejez

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Y de esto, la ancianidad es lo primero: todos desean llegar a alcanzarla, pero, una vez alcanzada, la reprueban.

¿Qué, pues, habría de temer

yo, si sucede que o no voy a ser desgraciado

después de la muerte o voy a ser, incluso, dichoso?

Marco Tulio Cicerón

Germán Briceño Colmenares

Acabamos de ser testigos de un hecho histórico insólito y quizás irrepetible en el curso de nuestras vidas: el reinado más largo encabezado por la persona de mayor edad en la milenaria historia de la monarquía británica, llegó a su fin unas semanas atrás con la muerte de Isabel II a los noventa y seis años, quien ha sido sucedida a su vez por la persona de mayor edad en acceder al trono de Inglaterra, después de haber ocupado el primer lugar en el orden de sucesión por más tiempo que nadie, su hijo el rey Carlos III de setenta y tres.

Los Estados Unidos son gobernados por la persona de edad más avanzada en llegar a la presidencia, luego de ganar una elección protagonizada por los dos candidatos más viejos de la historia. En el largo historial del papado, no ha sido infrecuente el caso de pontífices que pasan a ocupar la cátedra de San Pedro a una edad provecta y la abandonan –normalmente con su muerte– bien entrados en la senectud.

Es un hecho que, gracias a los avances de la alimentación, la higiene, la ciencia, la seguridad social y los cuidados, los seres humanos vivimos cada vez más, y no solo vivimos más, sino que podemos seguir siendo útiles a la sociedad hasta bien entrados en años. ¿Qué puede decirnos entonces sobre la vejez, a los adultos mayores de hoy o a quienes aspiramos llegar a serlo, un venerable anciano que vivió hace más de dos mil años? Muchas cosas provechosas en realidad.

¿Qué tan distinto era llegar a viejo hace dos mil años a hacerlo ahora? En realidad, mucho y poco al mismo tiempo. Por aquellas épocas, la mayor parte de la gente no vivía demasiado, así que la vejez era un privilegio reservado a unos pocos y al que las grandes mayorías no prestan excesiva atención, pero para unos cuantos de quienes sí podían darse el lujo de pensar en ello y tener la esperanza de alcanzarla, era una fuente de profunda reflexión.

Como no había demasiadas expectativas generalizadas de longevidad, la mayoría se preocupaba por el presente o, a lo sumo, por el día siguiente, o la próxima cosecha. Quizás por eso no existía ese desorbitado afán de poseer, ahorrar o guardar cosas para un dorado retiro que tal vez nunca llegaría. Esto no quiere decir que no se debiera, entonces y ahora, intentar planificar la vejez con la prudencia de un buen padre de familia, para evitar en lo posible penurias y estrecheces culpables. Lo sensato ha sido siempre aspirar a la holgura, que no a la riqueza, lo cual más o menos quiere decir crearse pocas necesidades y tener con qué cubrirlas.

Decíamos que eran más bien pocos los que entonces tenían tiempo y recursos para dedicarlos a ese más bien hipotético e idílico final de una larga vida. Por estos tiempos de esperanza de vida más o menos prolongada, una de las preocupaciones más universales de los seres humanos es qué harán, en qué ocuparán el tiempo, de qué vivirán cuando llegue la, a veces temida, otras deseada, jubilación. Aunque, como dice Woody Allen, la jubilación es para gente que trabaja en algo que no le gusta, que es la versión moderna de aquel otro aforismo de Confucio: “Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”.

Hablando de gente que trabajaba en lo que le gusta, contaba Cicerón 62 años cuando escribió el Cato Maior de Senectute, una edad venerable hoy en día y mucho más en aquel entonces. Atravesaba un momento de crisis personal –dos divorcios en poco tiempo y la muerte de su hija y nieto– y desencanto político con las sucesivas dictaduras de César y sus inicuos causahabientes. Después de una trayectoria en la que había llegado a ocupar las más altas magistraturas republicanas y desarrollar plenamente sus facultades intelectuales, viendo cómo de repente todo por lo que había luchado amenazaba con irse a pique, se había dado a la tarea de evocar, entre otras muchas obras en las que se volcó como antídoto frente a las desgracias, lo que algunos sabios y entendidos habían dicho o puesto de manifiesto respecto de la ancianidad, que ya lo había alcanzado también a él.

Si tuviéramos que poner en el lenguaje de nuestro tiempo lo que Cicerón expresaba en el suyo, pudiéramos decir que sus recomendaciones se resumen en unas pocas cosas: actitud positiva y principios rectos, fundamentados en una sólida vida interior. Puesto que, para quienes creemos en la inmortalidad del alma –y Cicerón lo creía, a la manera de los greco-romanos–, la vejez supone sobre todo decadencia del cuerpo, lo razonable sería suplir ese declinar inevitable con el reforzamiento de aquello que, de nosotros, está destinado a la eternidad, es decir, el alma.

Pues bien, para los más ilustres de aquellos autores clásicos a quienes recurre Cicerón en su breve tratado, envejecer era una carga cuyo alivio puede encontrarse en no reparar demasiado en ella. Es decir, en procurar ocupar nuestro tiempo en cosas fecundas y edificantes de manera que no tengamos oportunidad de pensar en otras más gravosas.

Nuestro contemporáneo Fernando Savater, que en eso parece coincidir fundamentalmente con Cicerón, dice que el secreto de la felicidad consiste en tener gustos simples y una mente compleja; el problema es que a menudo la mente es simple y los gustos complejos. Una mente compleja, es otro modo de llamar a una vida interior sólida, rica y fecunda.

En esa vida interior la fe tendría un rol medular: un anciano sin fe, sencillamente ve que su vida se acerca a disolverse en la nada; un anciano con fe, entiende que se encuentra a las puertas de una nueva etapa. Y cuando hablo de fe, no me refiero exclusivamente a la religión cristiana, que no se había revelado aún en tiempos de Cicerón. El monje budista Matthieu Ricard explicaba que el momento de la muerte en el budismo es también una transición, hay que procurar vivirlo con serenidad y recibir a la muerte con los brazos abiertos, no es fácil si el espíritu está oscurecido. Seguir apegados a la gente y a las cosas es morir en el dolor.

Pero la vejez no es solo una antesala a la muerte. Es también una etapa que puede y debe ser también plena, vital y luminosa. Una parte del ciclo natural que, como todas las etapas anteriores, tiene su gracia, su propósito y su sentido. Recomienda la prédica ciceroniana, abrazar la naturaleza en vez de luchar contra ella. No se trataría entonces de perseguir la impostura que muchos vanamente intentan alcanzar, de prolongar lo más que se pueda la juventud, sino de aceptar cada período de la vida con lo que tiene que ofrecer, pues lo que importa es la moral, y no la edad. O es que acaso no hay cosas que, aún con el cuerpo débil, pueden gestionarse con el ánimo.

Las cosas realmente importantes se llevan a cabo no con la fuerza, la velocidad o la celeridad del cuerpo, sino con el juicio, la autoridad y el pensamiento. Y estas cosas son aquellas de las que la ancianidad no solo no se ve privada, sino en las que suele incluso abundar. No por casualidad los romanos confiaron la máxima autoridad de la República a los “senis” reunidos en el Senado, que no era otra cosa que el consejo de los ancianos.

Si la juventud es la etapa del ímpetu y los proyectos, la senectud es la de la prudencia y la reflexión. Permanece el ingenio en los ancianos a condición de que permanezca el estudio y el esfuerzo, y esto no solo en lo que en los hombres es preclaro y honorable, sino también en el reducto de su tranquila vida privada.

Cicerón y la vejezCuenta Cicerón que Sófocles continuó componiendo tragedias hasta avanzada edad, a tal punto que sus hijos solicitaron su interdicción por presuntamente haber descuidado la administración del patrimonio familiar por dedicarse a su arte. El viejo dramaturgo, llegado el momento de defenderse ante el tribunal, leyó a los jueces algunos pasajes de la obra que estaba componiendo, preguntándoles si aquellos versos parecían el trabajo de un mentecato. No hace falta decir que fue absuelto clamorosamente.

Nadie es tan anciano que considere que no pueda vivir un año más. En consecuencia, nadie tendría que pensar entonces que, por ser viejo, no debería seguir luchando por corregir sus defectos o cultivar las virtudes. Aprender algo siempre, como lo hizo el propio Cicerón, que en sus años plateados se propuso aprender el griego, y lo hizo con tal provecho que buena parte de este libro que aquí reseñamos se basa en citas de autores helenos, y nos recuerda que también Sócrates en su vejez quiso aprender a tañer el arpa.

En definitiva, no hay otra fórmula que saber adaptarse serena y sabiamente a las cosas y menesteres propios de cada edad, sin sentir nostalgia de los ardores juveniles o añoranza de la experiencia que viene con la madurez, más bien cosechando los frutos que cada etapa de la vida tiene que ofrecer, pues más fortaleza se pierde por los vicios de la juventud que por los de la ancianidad. A cada edad le está dada su cualidad, y en cada momento se debe cosechar un fruto.

Comenta Cicerón que hay quienes, en la ancianidad, echan de menos los placeres y las pasiones juveniles, ese “pasto de males” que llamaba Platón. Ha de ser porque, en el binomio no pocas veces conflictivo del cuerpo y el alma, se han dejado llevar la mayoría de las veces por los impulsos de aquél, frágil y caduco, negándose a descubrir y cultivar las virtudes de ésta, eterna e inmortal. Y agrega: como al hombre, sea por parte de la naturaleza, sea de parte de algún dios, nada le ha dado más excelente que la mente, nada es tan enemigo para este divino cargo que se nos da como el placer. Tantas veces hemos podido darnos cuenta todos de cómo la virtud se opone al placer, de manera que habría que agradecer a la ancianidad que no apeteciese lo que no conviene.

Hay que hacer caso omiso de la muerte, reflexión sin la que nadie puede vivir tranquilo. Para quienes viven en la esperanza, como deducimos lo hizo Cicerón, la cercanía de la muerte que llega con los años es como divisar tierra y aproximarse a puerto después de una larga travesía. Mientras tanto, como aconsejaba Pitágoras, no hay que retirarse de la guardia y del puesto de la vida sin la orden del general, es decir, de Dios.

Por supuesto que todo lo que se ha dicho no contradice el hecho de que la vida es un don que hay que aprovechar plena y rectamente, cultivándolo y haciéndolo fructificar, y que tampoco debemos olvidar que el cuerpo es el templo del alma, y por lo tanto no debemos descuidar la salud del cuerpo en la vejez, ni mucho menos la de la mente, haciendo bueno aquel proverbio atribuido a San Agustín: cuida tu cuerpo como si fueras a vivir para siempre; cuida tu alma como si fueras a morir mañana.

Aseveraba Cicerón, con un guiño socarrón, que si quieres ser viejo mucho tiempo comienza a serlo cuanto antes, pero no en achaques, flojera o indolencia, sino en virtud, sabiduría y prudencia. Y la ancianidad digna de alabanza se sustenta sobre los fundamentos de una buena juventud. O dicho en términos más sencillos y coloquiales: comienza ya a ser aquél en el que te gustaría convertirte ¡No esperes llegar a viejo!

Alguien podría decir que toda esa filosofía del buen vivir y envejecer no salvó a Cicerón de ver desmoronarse la obra de su vida pública, de haber sido traicionado, exiliado, perseguido y vilmente asesinado. Me atrevo a creer que, de haber conocido el fatal desenlace que le tenía reservado el destino, no habría cambiado una coma, o quizás hubiera añadido que no hay que fiarse nunca de un tirano. Cuenta Plutarco que, viéndose emboscado sin remedio, el propio Cicerón alargó el cuello ante su verdugo Herenio para que éste lo degollara. Después de todo, tomando las palabras que Shakespeare puso en boca de Julio César, cuyo magnicidio de alguna manera precipitó el de Cicerón: los cobardes agonizan muchas veces antes de morir… Los valientes mueren solo una vez.

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