Rafael J. Ávila D.*
En junio de 2024, en el día en que se celebra la Festividad de San Pedro y San Pablo, pilares fundamentales de la Iglesia católica, se cumplieron quince años de la publicación de la carta encíclica Caritas in veritate, escrita por el Papa Benedicto XVI en 2009. En esta encíclica, de las llamadas “sociales”, y que forma parte del cuerpo de la Doctrina Social de la Iglesia, junto a, por nombrar algunas, Rerum novarum, Populorum progressio, Solicitudo rei socialis, Centesimus annus, Laudato si´, Fratelli tutti, se abordan temas sociales y económicos desde una perspectiva cristiana católica.
Considerada como continuación y desarrollo del pensamiento social católico, la Caritas in veritate ofrece orientación sobre la economía y el desarrollo humano integral. Pero, como ocurre con cada encíclica social, para comprender los aspectos económicos de esta encíclica es necesario situarla en su contexto histórico y comprender su relevancia para la Iglesia católica y para la sociedad contemporánea.
La Caritas in veritate es publicada en plena crisis subprime[1], situación que fue de magnitudes no vistas desde La Gran Depresión de la década de los años 30 del siglo XX, y cuyos efectos negativos económicos se propagaron a los países desarrollados, con la consecuente pérdida del poder adquisitivo, aumento en las tasas de desempleo y pobreza, y destrucción de capital; una crisis, que a la distancia puede estudiarse y verse que fue sembrada por las políticas monetarias expansivas de los bancos centrales, exacerbada por la actuación –en algunos casos– irresponsable de políticas regulatorias y bancarias laxas, y que luego, al tratar de evitar los temidos estragos de la consecuente inflación, implementando los bancos centrales políticas monetarias restrictivas, se causa el estallido de las “burbujas” que se habían desarrollado en sectores como el inmobiliario y el mercado de capitales, iniciando el contagio a otros sectores y países, con los terribles efectos conocidos y ya mencionados.
En este contexto se publica la Caritas in veritate, reflejo de la natural preocupación del obispo de Roma, vicario de Cristo en la Tierra, cabeza de la Iglesia católica, Benedicto XVI, por las cosas que estaban sucediendo. Dirigida, como toda encíclica social de los sumos pontífices recientes, a todos los hombres de buena voluntad, la Caritas in veritate contiene el aporte de Benedicto XVI en materia social y, en particular, en el contexto de un mundo demandando mayor regulación al “capitalismo desalmado y desenfrenado”, con un estamento político ávido de regular e intervenir más, queriendo muchas veces “ver hacia otro lado” para no asumir su cuota de responsabilidad en tal crisis: muchas veces como sociedad recurrimos para que venga en nuestro rescate, al mismo que generó la crisis. Esto es parte de “la tragedia de los comunes” que sufrimos y de una lectura a la inversa del fundamental principio de subsidiariedad.
La encíclica Caritas in veritate (La caridad en la verdad, 2009) es la tercera escrita por Benedicto XVI, luego de Deus caritas est (Dios es amor, 2005) y de Spe salvi (Salvados en esperanza, 2007), y fue su última carta encíclica. Para el momento de su renuncia, preparaba una cuarta encíclica sobre la fe, borrador que toma su sucesor Francisco para luego publicar su encíclica Lumen fidei (La luz de la fe, 2013), firmada en la misma solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo, el 29 de junio.
De las potentes ideas desarrolladas por Benedicto XVI en la Caritas in veritate, en lo que respecta a la esfera económica vamos a destacar, comentar y a reflexionar sobre aquellas que se refieren al comercio nacional e internacional, y a la globalización de la economía.
Crisis de santos
El cuerpo doctrinal social de la Iglesia católica está conformado por principios rectores que persiguen el objetivo de lograr un mundo más humano, solidario, pacífico, y de bien común, en el que todas las personas puedan alcanzar su máximo potencial de desarrollo material y espiritual. Se trata de principios rectores que pretenden ser guía para que nosotros, los hombres de buena voluntad, tratemos de llevarlos a la práctica, reflejándolos en la sociedad en general, en la política, en la economía, en la vida empresarial y familiar, en el comercio y en la interacción social, es decir, en todos los ámbitos de la acción humana. No puede esperarse que la Doctrina Social de la Iglesia sea un programa detallado de políticas públicas; no pretende ser un programa de gobierno: nos toca a nosotros, con buena voluntad e inteligencia, la tarea de lograr que estos principios permeen todos los espacios de la acción humana, y terminen incidiendo en la regulación, pero principalmente en la libre y voluntaria interacción social de las personas y empresas.
“La economía debe ser al servicio del hombre, no al revés”
(Caritas in veritate, 36)
Elena: el resaltado no es un intertítulo pero, el autor quiere resaltar la cita porque es lo que da pie al texto que desarrolla a continuación. ¿Cómo crees que se pueda resaltar? Hay varias a lo largo del texto. Te las resalto. Vamos a ver cómo enderezas este entuerto.
Esto nos hace reflexionar que cuando se habla del mercado, o del intercambio, o del comercio nacional o internacional, o de la economía en términos generales, o del libre mercado, o del intervencionismo, o de la economía de libre empresa, entre otros términos, no se pueden ver como si fueran entes que deambulan por doquier, con vida propia y buenas o malas intenciones; la realidad es que cada uno de ellos son espacios más o menos abstractos, más o menos físicos, compuestos de personas, de personas interactuando. Para mayor precisión, el mercado no es malo o bueno; los que somos malos o buenos somos las personas que lo componemos e interactuamos en él. La política y la economía no son malas o buenas; los que somos malos o buenos somos las personas que las componemos e interactuamos en ellas. Es como si al hacerle daño a alguien con un objeto cualquiera, por ejemplo un zapato, dijéramos que el zapato ha sido malo… quien ha sido mala en tal caso, es la persona que ha usado al zapato para hacerle daño a otra. Y si nos referimos a objetos que han sido diseñados o creados para hacer daño, pues precisamente ha sido una persona quien los diseñó y creó.
Cada vez que pienso sobre este aspecto no puedo dejar de recordar las palabras de San Josemaría Escrivá de Balaguer: “… estas crisis mundiales son crisis de santos. Dios quiere un puñado de hombres ‘suyos’ en cada actividad humana” (Camino, 301).
Considero que la caridad no se puede decretar; lo ideal es que fuera voluntaria: hay que “trabajar” al corazón de las personas para que seamos más caritativos, y siendo mejores personas será más fácil poder implementar reglas, dinámicas empresariales y comerciales que reflejen los principios rectores de la Doctrina Social de la Iglesia, e impere la solidaridad, la subsidiariedad y se persiga el bien común.
“El amor es la fuerza que nos permite superar el egoísmo y la indiferencia, y que nos permite encontrar la felicidad en el servicio a los demás“
(Caritas in veritate, 8)
Si respetando el principio de subsidiariedad, no pudiéramos ser caritativos entre nosotros mismos, y por nosotros mismos, quizás se justificase que una autoridad superior intervenga para “dar” caridad. Pero me queda la duda, pues la autoridad superior, nacional o supranacional, está compuesta por personas que, al igual que los del nivel inferior, son de “naturaleza caída”, tienen defectos, virtudes, vicios, están sujetos a tentaciones, como somos todas las personas. Volvemos a caer en lo primordial que es “trabajar” al corazón de las personas.
El punto es que preocuparse por el bien del otro, preocuparse por superar los males que en la sociedad sufrimos, es un tema del corazón; de la recta y formada conciencia de cada quien. Somos nosotros, las personas, las que somos buenas o malas de corazón. La terapéutica que apliquemos para resolver los problemas de la sociedad, son solo medios, no son fines en sí mismos. Y para que el acto sea bueno, nuestras intenciones deben ser buenas, los medios ser buenos, y los fines también.
Sin embargo, la historia está repleta de buenas personas, con buenas intenciones, y persiguiendo los más nobles fines, y que al aplicar medios erróneos, termina siendo “peor el remedio que la enfermedad”.
Muchas veces se justifica la intervención del Estado, porque en la economía de libre mercado, o de libre empresa, haya la posibilidad de que algunos se comporten de manera poco ética. Y por supuesto que esto es posible. Pero es un error culpar de ello al libre mercado, o a la empresa como forma de organización. En tal caso la culpa está en el corazón de las personas, en su falta de recta conciencia.
Los problemas y retos que enfrentan nuestras sociedades, por supuesto que deberían preocuparnos a todos, y todos tenemos nuestra cuota de responsabilidad en ellos, y en sus posibles soluciones. Pero esta participación de cada quien en las posibles soluciones, debe ser una decisión libre y voluntaria. De allí lo importante, nuevamente, de formar al corazón de la persona humana, para que se interese responsablemente en la solución de los problemas que enfrentamos como sociedad. El respeto y promoción de la Dignidad Humana requieren de la libertad, pero esta debe ser acompañada de responsabilidad, de una capacidad de responder ante las consecuencias de nuestros actos libres y voluntarios.
En esta búsqueda de soluciones, los principios de la Doctrina Social de la Iglesia quieren llamar la atención de todos, y dar luz y guía a la discusión, análisis y final escogencia de posibles terapias a implementar. Pero estemos conscientes que ninguna de las soluciones será “gratuita”, ni mágica, ni podrá complacer a todos, y menos será perfecta, aunque eso quisiéramos; así son estos temas sociales. La pretendida solución ya sería bastante meritoria si lograra satisfacer a una gran mayoría, de la manera más eficiente posible.
Desde varios frentes, incluido desde la media, se promueven soluciones mágicas a los problemas de la economía; pero hay que estar atentos a si estas soluciones consisten en el fondo en más intervencionismo gubernamental y más gasto público irresponsable, prometiendo alcanzar un “paraíso” en el que nadie se preocupe, porque el Estado lo proveerá todo. Aunque se promueven como opciones para mejorar la economía y crear riqueza y bienestar para todos, terminan siendo falacias que siempre producen los mismos resultados: crean miseria, inevitablemente terminan en fracaso económico, desastre social, y destruyen aquello que dicen proteger, el bienestar común.
La solidaridad es un valor fundamental, y un principio rector, y así también lo es la subsidiariedad. Las soluciones propuestas deben ser evaluadas a la luz de estos sanos principios, de modo que puedan resultar en más bienestar para todos, en un mayor nivel de vida para todos.
De la justicia, eficiencia, equidad y subisidiariedad en la economía
La justicia en los intercambios, en las transacciones económicas, en los precios, en los salarios y en las tasas de interés, como otros precios en la economía, ha sido materia de estudio, de preocupación y de filosofar, al menos desde tiempos de los inmortales griegos Sócrates, Platón y Aristóteles, pasando por Santo Tomás de Aquino, y los salmantinos (sacerdotes, teólogos católicos españoles de la Escuela de Salamanca) Juan de Mariana, Francisco de Vitoria, Luis de Molina y Martín de Azpilcueta. Aún en nuestros días nos acompaña esta preocupación, que pareciera jamás resolverse definitiva y satisfactoriamente.
Las respuestas de estos pensadores a estas fundamentales interrogantes están inclinadas a que el precio justo es aquel resultante de la libre y voluntaria interacción, negociación e intercambio de dos contrapartes: el vendedor y el comprador, ambos con información incompleta y conocimiento imperfecto de las cosas, como nos pasa a todos.
Vale la pena destacar que para que haya un vendedor debe haber un comprador, y viceversa. Es decir, el que produce un bien o servicio, y pretende venderlo, debe satisfacer las necesidades de sus clientes porque si no lo hace no vende. Por lo tanto, si pensara solo en su beneficio estrictamente, y no en el cliente, pues fracasaría rápidamente. Las relaciones que se sostienen a largo plazo son de ganar-ganar. Un buen productor o proveedor de un bien o servicio, un exitoso vendedor, es aquel que se pone en el lugar de su cliente y lo entiende, lo satisface. Si no, no se daría el intercambio (asumiéndolo siempre libre y voluntario). Si ambos, vendedor y comprador, no sintieran y creyeran que luego de intercambiar estarán en una mejor posición, pues simplemente no intercambian, no se da la operación de compra-venta.
En el intercambio libre y voluntario ambas partes salen ganando: ambos deben sentir que ganan para poder intercambiar; si no, no lo harían, a menos que alguna de las dos partes vaya al intercambio coaccionada, lo que ya no podría llamarse una transacción libre y voluntaria. Sin embargo, siempre ha existido y se ha promovido la idea de que necesariamente en todo intercambio debe haber un ganador y un perdedor; pero la realidad es que el intercambio no es un juego de suma-cero. La realidad es que nos necesitamos unos a otros; somos interdependientes, porque nadie puede hacerse todo lo que necesita. Lo natural es especializarnos en aquello en lo que tengamos una ventaja comparativa, e intercambiarlo por lo que necesitamos; la autarquía, aparte de ineficiente y utópica, es antinatural.
El intercambio es algo natural, y es la manera más eficiente como la sociedad ha podido lidiar con los problemas de escasez. Dado que los recursos no son infinitos, hay que administrarlos eficientemente, porque si no se agotan y no queda para nadie. Y la manera más eficiente, teórica y prácticamente conocida, es mediante una distribución basada en decisiones libres y voluntarias entre las personas; es con intercambios libres y voluntarios. Cuando por cualquier motivo, se entorpecen los intercambios libres y voluntarios, esa administración de recursos escasos se torna ineficiente.
Por lo tanto, a todos en la sociedad, incluidos los gobiernos, nos conviene que los intercambios sean lo más libres y voluntarios posibles, para que la distribución de los recursos sea la mejor posible. Por cierto, más eficiente y mejor no quiere decir perfecta. En economía no hay cosas perfectas. Pero ese arreglo, el que garantice que los intercambios sean libres y voluntarios, es el mejor posible, pues es el que maximiza el bienestar económico de la sociedad como un todo. No iguala a todos en bienestar económico, porque eso es naturalmente imposible, pero es el que maximiza el resultado para la sociedad en su conjunto. En cambio, cuando se intenta entorpecer los intercambios, o se pretende forzar una distribución distinta, los resultados que se alcanzan son inferiores, y se tiende a igualar a toda la sociedad pero “hacia abajo”.
Debido a lo anterior, un gobierno tiene un rol clave en garantizar las condiciones básicas necesarias para que esto se logre. Y precisamente no se trata de mayor intervención. Se trata de propiciar los intercambios libres y voluntarios. ¿Y qué rol tendría un gobierno que quiera cooperar con que la sociedad logre la mejor distribución posible? Las tareas del gobierno serían: respetar y garantizar que se respete el derecho a la vida, a la propiedad y a la libertad, garantizar el Estado de derecho, brindar seguridad jurídica, hacer cumplir los derechos de propiedad y los contratos, asegurar que haya tanta competencia como sea posible (nada de concesiones monopólicas, ni prebendas, ni controles), y garantizar que haya una moneda sana. Este arreglo haría que el gobierno necesitara pocos recursos para financiar su gasto, y por lo tanto no necesitaría castigar a la sociedad con impuestos elevados y confiscatorios. El resto del trabajo le quedaría a la sociedad civil: emprender, asumir riesgos, invertir, generar empleos, producir bienes y servicios. Si el gobierno va contra la ganancia del emprendedor, generará escasez y mayor penuria. Si el gobierno toma la otra ruta señalada, la de la competencia, generará bienestar y reducirá la escasez.
Por supuesto que en el intercambio alguna de las contrapartes pudiera tener a priori la intención de engañar al otro, en cuanto a algún rasgo del producto, en cuanto a algún rasgo de la transacción, entre otras condiciones; pero no por ello considero que se justificaría que una autoridad superior entonces deba controlar todos los intercambios, o al menos intervenir en todos ellos: volvemos al punto en que la culpa no sería del instrumento, el problema no está en el intercambio libre y voluntario, sino de un corazón que hay que formar mejor en el hombre. Respetando al principio de subsidiariedad, si se da el engaño o fraude, y estas contrapartes no lograran llegar a un acuerdo privado que resuelva la controversia, ellas podrían acudir a una autoridad superior para dirimir el asunto, es decir, acudir a un sistema de seguridad jurídica que imparta justicia.
Si un gobierno falla en hacer estas tareas, y se extralimita en sus funciones, entorpecerá los intercambios, dejando de ser libres y voluntarios, lo que necesariamente afectará reduciendo el bienestar económico de toda la sociedad: generará escasez, mercados paralelos, encarecimiento de la vida y afectará la calidad de los productos, por solo listar algunas calamidades.
Algo interesante es que si alguien quisiera planificar el logro de ese mayor nivel de bienestar social, lo más probable es que se termine alcanzando un nivel de bienestar más bajo que el nivel inicial. Es decir, la cooperación inintencionada, espontánea, nos lleva a mejores resultados. Todos persiguiendo nuestros fines individuales, terminamos cooperando unos y otros, siendo medios para alcanzar un fin superior que no es otra cosa que mayores niveles de bienestar social. Para que se alcance de la manera más eficiente posible este referido mayor nivel de bienestar, es necesario que el gobierno no intervenga, y deje actuar a las fuerzas creadoras de las personas, y de la sociedad como un todo. Es decir, el rol del gobierno sería de promoción de un entorno favorable para que eso ocurra, mediante la ejecución de las tareas que ya comentamos.
A manera de cierre…
Existe una cuestión económica fundamental: la escasez de recursos que limita la capacidad de la sociedad para producir y consumir todos los bienes y servicios deseados. Debido a esta limitación, la sociedad debe gestionar los recursos de la manera más eficiente y equitativa posible, maximizando la producción y garantizando al mismo tiempo una distribución justa. La escasez es un aspecto clave de la economía, y una gestión eficiente de los recursos es necesaria para evitar la “tragedia de los bienes comunes”, donde los recursos compartidos podrían agotarse sin una administración adecuada.
“El comercio internacional es un instrumento fundamental para el desarrollo económico y social, pero solo si se practica de manera justa y equilibrada.”
(Caritas in veritate, 48)
La especialización y el intercambio voluntario se destacan como las mejores formas de abordar la escasez. Los individuos, las empresas y las naciones deberían centrarse en lo que mejor saben hacer, aprovechando sus talentos únicos y ventajas comparativas, y luego intercambiar bienes y servicios con otros para satisfacer sus necesidades. Este método es más eficiente y natural que intentar ser autosuficiente; un modelo que se considera poco práctico e ineficiente. Este principio se aplica en todos los niveles: personal, empresarial, nacional e internacional.
El proteccionismo busca imponer barreras al comercio. Estas medidas se consideran ineficientes y perjudiciales para el bienestar social general. El proteccionismo beneficia solo a unos pocos a expensas de muchos y va en contra del flujo natural de la actividad económica, donde la especialización y el libre comercio crean beneficios mutuos. El comercio internacional, cuando se realiza de manera justa y libre, es esencial para el desarrollo económico y social. Trazar una frontera entre países no debería cambiar los beneficios fundamentales del libre comercio.
“La solidaridad y la cooperación internacional son fundamentales para la construcción de una sociedad más justa y equitativa.”
(Caritas in veritate, 50)
La libertad económica, basada en intercambios descentralizados, voluntarios y competitivos, ha demostrado ser la mejor manera de organizar la actividad económica. En un intercambio voluntario, ambas partes se benefician, ya que se sienten motivadas a comerciar solo cuando mejoraría su situación luego de hacerlo. Este no es un sistema de suma cero, en el que uno gana y el otro pierde, sino más bien un sistema en el que ambas partes prosperan. La intervención gubernamental solo debería desempeñar un papel subsidiario, interviniendo cuando sea necesario para abordar las ineficiencias que el mercado no puede resolver por sí solo, pero siempre con el objetivo de promover la eficiencia y la equidad.
Las libertades personales y económicas son fundamentales. Los mercados libres, la competencia y la protección de la propiedad privada conducen a una mayor productividad, innovación y mejores niveles de vida. Un tema clave es que la libertad económica está ligada a las libertades personales y civiles. Una mayor libertad económica conduce a una reducción de la pobreza, una mayor libertad personal, instituciones democráticas más fuertes y una sociedad más próspera. La interdependencia a través del libre comercio también fomenta la paz, ya que es menos probable que los individuos y las naciones entren en conflicto con aquellos de quienes dependen para su bienestar.
“El amor es la base de la justicia, y la justicia es la base del amor”
(Caritas in veritate, 6)
Hay que enfatizar la distribución justa de los beneficios del comercio, junto con la importancia de acuerdos voluntarios y competitivos para garantizar la equidad en los intercambios. Se debe perseguir conformar un sistema e institucionalidad que respete la Dignidad y la Libertad humana, promueva el espíritu empresarial y fomente las libertades económicas y políticas. El control centralizado y las políticas proteccionistas son perjudiciales, mientras que un sistema de libre empresa y gobernanza responsable es esencial para sostener a largo plazo el crecimiento y la prosperidad.
Nuestros problemas de fondo, en el ámbito económico, se resuelven con respeto a la Dignidad y a la Libertad de la persona, Estado de derecho, igualdad de oportunidades, respeto a la propiedad privada, seguridad jurídica y personal, libre empresa y responsable empresa, disciplina fiscal, libertad y estabilidad monetaria y de reglas que promuevan el emprendimiento y la inversión, que es lo que a la larga genera oportunidades de empleos de calidad y sustentables.
Ningún régimen de control ha resuelto, ni resolverá, los problemas económicos de fondo; solo agravará la situación de pobreza y escasez, reducirá el bienestar del ciudadano de a pie.
* Ingeniero civil (UCAB), máster en Administración de Empresas, en Políticas Públicas y en Finanzas (IESA), PhD. en Economía (Swiss Management Center). Director del Centro de Estudios para la Innovación y el Emprendimiento (UMA). Profesor de Economía, Finanzas, Emprendimiento y Doctrinas Económicas en la UCAB, UMA y USM. Ha sido profesor en el IESA, e invitado en Unimet, UCV, entre otras instituciones.
Nota del autor:
Agradezco a la revista SIC, y en particular a su director Juan Salvador Pérez, por la confianza y por invitarme a colaborar en una publicación que conmemora tan importante encíclica, de un gigante como Benedicto XVI. Gracias por tan inmerecido honor y por la oportunidad de hacer mis humildes aportes a la discusión de estos temas; aportes minúsculos al lado de las potentes ideas de Joseph Aloisius Ratzinger. Gracias a Hugo Bravo por proponer mi nombre para esta publicación.
Advertencia: las ideas expresadas en este ensayo son solo responsabilidad de su autor. Los errores e imprecisiones que pudiera haber son solo responsabilidad suya; lo correcto y preciso es gracias a, y responsabilidad de, autores destacados en estos temas.
Notas:
1 Crisis financiera global de los años 2008-2009, iniciada por el estallido de la “burbuja” inmobiliaria en los Estados Unidos de América.