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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Caracas: una determinación que se hace costumbre

Cortesía Efecto Cocuyo

Por Pedro Trigo, s.j.*

En este tiempo muchos árboles están cambiando de hojas y no pocos florecen. En no pocos lugares el piso está alfombrado de hojas secas y en las ramas crecen los brotes, que se van abriendo y brotan hojas nuevas, que brillan a la luz como si estuvieran mojadas: mojadas de luz. En otros las hojas tienen un tono entre amarillo y ocre y los árboles aparecen tiernos. Los apamates lucen su “medio luto” como cantaba Simón Díaz; aunque ese rosado claro a mí me causa alegría, lo mismo que las ramas de las amapolas, pura flor, sin ninguna hoja y el amarillo intenso de los araguaneyes y el rojo denso de los tulipanes africanos, que luce más entre el verde oscuro del follaje.

¿Por qué hago estas observaciones? Primero porque en verdad no puedo no fijarme en esa renovación de la vida y no puedo dejar de admirarme y no me canso de hacerlo y siempre me causa asombro y me pone de buen tono. Abrirme a la vida verde me hace bien. Me hace saber que, en medio de tantas vicisitudes humanas, de tantos atentados contra la humanidad, la vida sigue su curso. Y esa misma vida vive en mí.

Parece que lo hace con toda naturalidad, como si no le costase nada; pero en este caso de Caracas sabemos que no es así: el cemento y el asfalto casi no dejan lugar a la tierra fértil y además la contaminación envenena el aire. Todo esto afecta profundamente a la vida vegetal; pero sigue. Como, a pesar de todo, sigue latiendo nuestro corazón y seguimos respirando. Como dice Jesús de la semilla, esté atento el sembrador o esté distraído, en vela o dormido, la semilla crece, sigue creciendo. La vida sigue fuera y dentro de nosotros.

Nos hemos distanciado tanto de nuestro cuerpo, estamos tan concentrados en nuestros impulsos y deseos, en el mundo virtual y en lo que nos mete por la cabeza el orden establecido que en la práctica no nos asumimos como los seres terrenos de la tierra (adam adamá: Gn 2,7) que somos en realidad, unidos a ella por múltiples conexiones inabarcables.

Nos serenaría mucho y nos animaría bastante hacernos cargo de que esa vida que late y se renueva constantemente en la naturaleza también alienta en nosotros sin tregua, independientemente de que nos hagamos cargo o no. Es bueno que nos hagamos cargo para maravillarnos, para acompasarnos a ese ritmo y para agradecer.

Y también para responsabilizarnos, porque, si seguimos destruyendo la vida, no podremos vivir nosotros, que somos, aunque no lo queramos reconocer, terrenos de la tierra.

Si tenemos ojos para mirar y admirarnos y agradecer ese milagro de la vida que se renueva puntualmente, a pesar de todo, también tendremos ojos para ver cómo sigue la vida humana cuando parece que no hay condiciones de vida. Si caminamos por una zona popular de Caracas y más todavía si lo hacemos por una suburbana, nos daremos cuenta que el tono de los que caminan o están a las puertas de su casa o su negocito no es ni deprimido ni angustiado ni resentido ni violento. El tono de la mayoría es sereno e incluso distendido y hasta jovial. Y muchos de ellos no han comido ni comerán completo ese día, porque no tienen cómo, porque o no tienen trabajo estable o el trabajo no les da. Y, sin embargo, tienen tanta consistencia humana que son capaces de vivir y hasta de hacerlo humanamente, porque la situación, aunque les afecta muchísimo, no los influye, porque la vida nace de ellos: de la determinación de vivirla, pase lo que pase, y de vivirla lo más humanamente posible. Como la vida verde. Para un observador superficial es que dejan que la vida les viva y no quieren hacerse cargo de ella. Esa aparente naturalidad es para ellos superficialidad. Pero no es así. Como en el caso de la vida verde, es la vida unificada en el acto de vivir y lo que añaden estos seres humanos es la determinación de hacerlo con la mayor dignidad posible. Una determinación que se hace costumbre, que en este caso no es automatismo sino libertad liberada, fidelidad.

No pretendo decir que esta fidelidad se dé en todo caso, en todas las dimensiones de la vida. Digo tan sólo que se da en este nivel básico de elegir vivir y hacerlo con la mayor dignidad posible, cuando las condiciones parecería que no dan para eso.

Dios quiera que vivamos en la tierra y no sólo en nosotros mismos o en el mundo digital o en el orden establecido. Dios quiera que nos hagamos cargo de que la tierra, de la que formamos parte, no es sólo naturaleza sino más radicalmente creación, que no significa hechura de Dios, como un carpintero hace una mesa, sino el resultado de una relación constante de amor.

Que seamos capaces de ver cómo ese amor sobrenada en esa vida verde, que se renueva callada y elocuentemente, el mismo que nos personaliza, si lo aceptamos y lo hacemos vida de nuestra vida. El mismo que posibilita que los pobres vivan y hasta den de su pobreza.

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