Por Ricardo Gil Otaiza
Para el momento en el que escribo esta crónica se ha desatado en Mérida una crisis de gasolina nunca antes vista y que ya supera los once días. Las colas son kilométricas y los dueños de los vehículos deben dormir en sus carros dos y tres noches para ver si les alcanza la dicha de poder surtir sus unidades. Prácticamente la ciudad está trancada, y no por lo que dicen en las redes, que Mérida cerró sus vías por las protestas contra el gobierno, sino que las inmensas colas atraviesan la ciudad por sus cuatro costados y se forma un caos automotor de mil demonios que la hace intransitable.
Paso a paso la ciudad de Mérida se va quedando paralizada, porque los ciudadanos no podemos desplazarnos a nuestros sitios de trabajo. Los comercios, los institutos educativos, las dependencias públicas y privadas no pueden abrir sus puertas. Es tal el caos que aquí se vive, que hasta el director del Hospital Universitario ha declarado a los medios que el máximo centro asistencial de la región andina prácticamente tiene un cierre técnico. La Universidad de Los Andes se debate entre mantenerse de puertas abiertas a pesar de la aguda crisis, o el tener que decretar la suspensión de sus actividades ya que los profesores, los estudiantes y el personal administrativo, técnico y obrero no pueden asistir a las diversas dependencias que están diseminadas a lo largo y ancho de la entidad.
En mi ya larga carrera académica en la universidad nunca había vivido una situación tan calamitosa como la de las últimas dos semanas. Vía WhatsApp les dije a mis estudiantes que no podía ir a darles la clase porque mi carro se quedó sin gasolina, y les propuse que si algún alumno podía darme el aventón hasta la facultad se lo agradecería para que no se quedaran sin la actividad. Fue todo un espectáculo ver cómo los muchachos se organizaron entre ellos, y resolvieron contratar un taxi entre todos para que me buscara en mi casa y me llevara hasta la universidad, y a la salida me devolviera a mi hogar. Y así hicimos. De entrada les diré que por razones obvias no faltó ni uno solo de mis estudiantes (que sobrepasan los cincuenta) y la clase la exprimimos hasta el último minuto.
Fue una experiencia realmente conmovedora ver a los muchachos recogiendo el dinero para pagarle al taxista (que como se ha de suponer se aprovechó de la circunstancia y cobró tarifa de lujo), pero eso no los amilanó y vi en sus rostros la alegría propia de la juventud convertida en esperanza y en verdadero portento. Sin embargo, para mis adentros sentía que ni ellos (por ser jóvenes), ni yo por el largo camino recorrido en las aulas universitarias, nos merecíamos todo aquello. De pronto la satisfacción del “deber cumplido” se transformó en amargura. Llegué a la casa deprimido al ver las ruinas de un país que pudo estar hoy en el primer mundo. Mientras un puñado de hombres y de mujeres saquearon las arcas de una de las naciones más ricas del planeta, hasta dejarla en la inopia, la inmensa mayoría tiene que soportar miles de penalidades para poder sobrevivir.
No es justo. Lo menos que podemos hacer es indignarnos frente al estado de las cosas. Siempre leo en las redes expresiones como esta: “¡no podemos estar peor!”. Pues déjeme decirles que es una falsa premisa. Cada día es peor que el anterior. Cada minuto que pasa es un escalón silencioso, pero efectivo, para la ruina de todo un país.
Es posible estar peor, de no actuar, de seguir silentes y adaptándonos al caos con la cabeza gacha. Los venezolanos merecemos un país mejor. Creo que esperamos un mesías que nos salve, pero lo que olvidamos es que en cada uno de nosotros anida el germen de la redención.
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