Por Luna Reina Silva.
1:00 a.m, madrugada calurosa. En el barrio muchos duermen ante el cansancio de un día de semana. Ellas agarran agua, Isabel y su hija, con la bomba, la instalación eléctrica, la manguera y la linterna; con todo eso deben trasladarse hasta tres cuadras de su casa para tomar agua de la tubería, a la que suele llegar un poco de agua.
Mientras están es ese trajín, a su casa entran dos hombres, recogen la comida que tienen ellas, desinstalan las dos bombonas de gas pequeñas y salen. Al darse cuenta, ellas gritan. Los hombres terminan el robo llevándose la bomba con la que estaban extrayendo el agua, la que, por cierto, era prestada.
Las mujeres siguen gritando, los vecinos salen a la calle -sobre todo los hombres- descalzos, despejando el sueño, con palos y machetes en mano, corren tras los malhechores. En medio de la oscuridad de las calles, gritos y suspenso. Después de unos minutos, regresan los dos vecinos héroes.
Lograron atrapar a uno de los ladrones y recuperar una bombona de gas, la más pesada. El otro corrió más rápido y se escapó con lo demás. A éste que cayó en sus manos, lo muelen a palo. No lo matan porque un vecino pidió que lo dejaran ir, por cierto, el que lo iba a matar era el vecino evangélico, el que pasa todo el día y parte de la noche, con la emisora de mensajes de conversión y espera del infierno para los no bautizados.
Al día siguiente, el comentario central de todos era los pormenores del robo. Lo que cada uno vio, entendió, oyó. Gracias a Dios no nos quedamos sólo con lo anecdótico y molesto del caso, sino que entre todos y sin ponernos de acuerdo, fuimos llevando distintos alimentos a estas dos mujeres que viven solas en su casa: un poco de arroz, algo de caraotas, yuca…. Todos llevando su pequeño obsequio con discreción, y sin abandonarlas en ese día post robo, que suele herir el alma y ser muy desagradable.
Luego, cuando la rutina de cada hogar vuelve a absorber a cada familia, se olvidan del caso, así les ha tocado luchar solas por lo que han perdido y lo que deben pagar por la bomba de agua prestada. Sin embargo, dan gracias a Dios por la vida, por la solidaridad de los vecinos en ese primer día, por estar todos pendientes y arriesgarse a perseguir a los malhechores aquella noche. Viven solas, pero, a veces, no están tan solas como parece.
La alegría de haber encontrado agua a esa hora de la media noche se convirtió en lamento y pesar. ¿A qué hora salir a buscar agua? ¿Cómo combinar la necesidad, con el cuidado personal? ¿De qué manera evitar exponerse al riesgo de la violencia ante quienes abusan de los débiles y se aprovechan de la intemperie ajena?
La violencia que nos impartimos unos a otros, nos limita la vida y nos hace vivir con miedo y zozobra. No sólo estamos azotados por la violencia de una pésima política de Estado al no tener los servicios básicos en buen funcionamiento, sino la amenaza y el riesgo al que nos vemos expuestos por los mismos personajes del barrio. Asusta ver cómo, en cuestión de segundos, podemos perder, no sólo los bienes, sino la propia vida.
Ahora, la madre, mayor y enferma, anda con los tobos vacíos, de casa en casa, pidiendo algo de agua, un poco de harina, algo de café, un poco de azúcar, un fósforo. Diríamos que es poco lo que le llevaron, pero a veces ese poco hace mella en la cotidianidad de una familia, ya que vivimos con los justo y necesario, no hay excesos ni sobras para vivir holgadamente, todo está para el día a día.
Venezuela en su gente, se ve marcada por la maldad de unos pocos, el deseo de conseguir las cosas fáciles, burlando a los demás. Así también está marcada la vida de estas mujeres, a quienes Dios acompaña en su bondad, a través de cada vecino que desee ayudar, y la fuerza que le da a cada una para seguir afrontando la vida, “hasta que Dios nos llame” como dice una de ellas.
Ningún venezolano debería conocer la resignación, aunque los azotes de barrio quieran destruir la paz, así como lo hacen los del país y del mundo. Siempre hay esperanza de algo diferente, aquí y ahora. Creamos.