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Brumarios

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Las condiciones están maduras, «tovarich» Iglesias

Santiago Ruperez

Venezuela: todo el poder para los soviets. Como advirtió el presidente colombiano Santos, el viernes se consumaba en el desdichado país hermano la destrucción de la democracia. Horas antes, Maduro había declarado que él no era un dictador, pero que, literalmente, «me provoca la idea de ser un dictador» (es decir, traduciendo del español del Caribe,«me apetece la idea de ser un dictador»). Bueno, pues ya lo ha hecho oficial, ya es un dictador sin complejos, un dictador fuera de toda duda. Pero no un dictador venezolano más, como los Vicente Gómez o Marcos Pérez Jiménez. Aquellos, por lo menos, no mataron de hambre a su pueblo. Aprovechando el centenario de la Revolución soviética, Maduro da un golpe de Estado de factura leninista en una fase de ruina económica auto-inducida y de incipiente comunismo de guerra.

Porque de eso se trata y no cabe engañarse al respecto. Las palabras de la presidenta de la Asamblea Constituyente –perdón, del soviet de Caracas– no dejan margen para especular sobre lo que haya querido decir: «tenemos todo el poder para combatir la guerra económica». Traduzcamos al español: con el pretexto de que alguien nos está haciendo la guerra (pues de otro modo sería inexplicable que hayamos hundido el país con tanta rapidez y eficacia), impondremos desde ahora el comunismo de guerra. Sí, exacto. Como los leninistas, pero adelantándonos a la guerra civil y a la intervención, que a lo mejor llegan, porque estamos haciendo todo lo posible para que esa fantasía nuestra se convierta en una guerra de verdad y así nadie pueda negarnos que tenemos razón. El comunismo de guerra significa en todas partes lo que significó por vez primera en Rusia: abolición de la propiedad privada, expropiaciones generalizadas, suspensión de garantías constitucionales, terror abierto contra los enemigos de la revolución y, sobre todo, hambre, hambre y hambre. «En Venezuela no pasamos hambre y no pasaremos hambre», dice Delcy Rodríguez. Si lo dijera sólo por ella y por su presidente, nadie podría negar la evidencia. Maduro pertenece indiscutiblemente al género de los dictadores de tallas grandes, como Kim Jong-Un, aunque no den la talla.

Trotski, que fue el único bolchevique que leyó a Marx y llegó, como éste, a la convicción de que el socialismo científico consistía en una síntesis entre la filosofía hegeliana, la economía política angloescocesa y la gran escuela histórica francesa de la Francia del XIX, se permitió la humorada de describir el desarrollo de la Revolución rusa sobre el patrón de la francesa, cuyo impulso original se habría agotado con el golpe del 18 brumario del año VIII que dio el poder absoluto a Napoleón (Marx escribió del 18 brumario de Luis Napoleón, o sea, del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, y Trotski habló del 18 brumario de Stalin en 1922). A su modo, el golpe de Estado de Maduro tiene alguna similitud con todos los de la serie, pero no se inserta en una cronología predeterminada, como la de la Revolución rusa de Trotski. En el programa bolivariano, el 18 brumario de Nicolás Maduro precede a la creación del soviet supremo, cuyo objetivo inmediato no es otro que la implantación del comunismo de guerra. En el 18 brumario de Luis Napoleón, Marx recogió una idea de Hegel según la cual las tragedias históricas se repiten como comedias. Tal idea es falsa, y no debería confundirnos la irreprimible tendencia de Maduro a hacer el payaso (sin gracia alguna, por otra parte). Su 18 brumario inaugura un tiempo trágico, que ni el Papa –ahora insultado por Delcy Rodríguez– ha dejado de intuir. Acabarán exigiéndole que el Vaticano devuelva el horroroso retrato de Bolívar, regalo de Chávez a Juan Pablo II.

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