Con un estrecho margen de victoria, Lula Da Silva regresa al poder tras doce años de haber abandonado el Palacio de la Alvorada. Lo recibe un Brasil aislado a nivel internacional y azotado por la pobreza y la desigualdad, retos que tendrá que sortear con una minoría parlamentaria y una marcada polarización que pondrá en juego su capacidad de construir la añorada gobernabilidad
Por Elsa Cardozo
Tras seis meses de haber asumido el gobierno, y tras muchas vueltas por el mundo, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva ha dicho a su gabinete de ministros que la fase de recuperar las políticas públicas desmontadas por su predecesor se ha completado, y que es momento de comenzar a cumplir con todo lo prometido.
En el primer discurso tras el ajustado resultado de la segunda vuelta que lo regresó a la Presidencia, Lula habló de gobernar para todos los brasileños, de superar la división recuperando el respeto a las diferencias y de cuidar la normalidad democrática consagrada en la Constitución. Esos tres compromisos iniciales resumen lo que en ese momento no fue solo reflejo de su propuesta programática, sino de la situación de Brasil: la necesidad de recuperar el diálogo entre las instancias de gobierno y con el país, el combate al hambre y la pobreza, y, con amplia referencia, el regreso a la escena internacional. En ese estar de vuelta, sin embargo, se han ido evidenciando desde muy temprano y al paso de los meses, incoherencias entre la narrativa oficial y las realidades. En ese sentido, el mantenimiento de gobernabilidad democrática, los desafíos socioeconómicos mayores y las condiciones de la reubicación de Brasil en un sistema internacional intensivamente “geopolitizado”, son tres vertientes de interés para evaluar el primer semestre del gobierno de Lula.
Gobernabilidad sin mayoría propia
Apenas siete días después de la juramentación presidencial, la movilización, el asalto y la toma violenta de sedes del gobierno en Brasilia por seguidores de Bolsonaro, con la complicidad de militares, fueron evidencias de la urgencia y trascendencia de construir y cultivar gobernabilidad en un país polarizado.
El sector militar debió ser atendido de inmediato, siendo que las relaciones entre el poder civil y los militares han sido, desde el final de la dictadura, de muy delicado tratamiento político. En años recientes esa relación había sido afectada en sentidos opuestos. De un lado, por el informe de la Comisión Nacional de la Verdad sobre violaciones de derechos humanos por la dictadura militar, preparado con amplio apoyo político y publicado durante el gobierno de Dilma Rousseff. De otro, por la militarización de la seguridad pública del gobierno interino de Michel Temer y, especialmente, por la amplia militarización de la política que caracterizó al gobierno de Jair Bolsonaro, entre elogios a la dictadura militar y descalificación de la institucionalidad democrática, incluida la deslegitimación del proceso electoral. Desde la semana siguiente al asalto a las sedes de los tres poderes, en medio de investigaciones, más de un millar de detenciones, encarcelamientos y procesos judiciales, fue decidida la destitución de más de ochenta militares. Otras medidas institucionales incluyeron la depuración de altos cargos y la desmilitarización y el control civil sobre los servicios de inteligencia.
Lula, conviene seguir recordando, ganó las elecciones con menos de dos puntos de ventaja. Lo logró gracias a una coalición grande y diversa de partidos: los doce que lo apoyaron en la primera vuelta y los muy importantes respaldos partidistas y personales que se sumaron en la segunda. En la mayoría de los apoyos prevaleció la visión de que “… el camino democrático se ha estrechado hasta tal punto que a los brasileños les queda una opción… insatisfactoria”, puesto en palabras del excandidato Ciro Gómez.
La heterogénea conjunción de apoyos políticos y sociales fue inicialmente definida por Lula como un frente amplio contra el autoritarismo. Al igual que la selección de un antiguo adversario, Geraldo Alckmin, para acompañarlo en la vicepresidencia, la conformación de su gabinete recogió esa diversidad al punto de aumentar la cantidad de ministerios, de veintitrés a treinta y siete. La selección de sus titulares reflejó la necesidad de cultivar acuerdos con un amplio espectro de actores políticos, económicos y sociales. Los distribuyó casi paritariamente entre su propio partido, otros partidos de izquierda y centro izquierda, partidos de centro y centro izquierda que no apoyaron como tales la elección de Lula, pero tienen peso importante en el Congreso, a los que se sumaron los otorgados por razones políticas y técnicas a personas sin afiliación partidista. Es revelador de la complejidad de la gestión ejecutiva, que en días recientes el Presidente también insistiera ante ese enorme y diverso gabinete en que no hay políticas de ministros, que las iniciativas deben tener amplio debate para lograr acuerdos internos, ser negociadas en el Congreso y cultivar transparencia ante el público y los medios. Ese reto apenas comienza.
Expectativas sociales insatisfechas
Lula ha dicho que está muy satisfecho de su balance de seis meses de gobierno. Sin embargo, al pedir a los brasileños un poco de paciencia, ha debido reconocer que se mantienen en la mayoría de la población las expectativas de empleo, salario, educación y calidad de vida. Asuntos todos que requieren decisiones políticamente concertadas y sostenidas, por construir a la sombra de la paradójica combinación de polarización y fragmentación política.
Brasil es un país de polarización múltiple –política, socioeconómica, geoeconómica– con un sistema de partidos atomizado y de afiliaciones y alianzas políticas frágiles. Es así en tiempos en los que también forma parte del cuadro latinoamericano en el que está por completarse este año una década perdida para el crecimiento económico, acompañada entre los brasileños por la regresión a niveles de pobreza de hace diez años y de hambre a niveles de hace treinta. De allí que los montos extraordinarios de asistencia –aprobados por Bolsonaro durante la campaña electoral– se hayan mantenido en el relanzamiento del programa Bolsa Familia que Lula había iniciado en su primera presidencia. Plan que ahora no solo atiende la urgencia social, sino el sostenimiento de gobernabilidad.
Es complicada la relación con el Legislativo, donde pese a presidir las dos Cámaras, el oficialismo requiere de alianzas para lograr mayoría. Temas de importancia van encontrando frenos y obstáculos. En materia de preservación amazónica, se ha manifestado el impulso opositor a un viejo plan de demarcación que restringe la extensión y protección de las tierras indígenas. Ya fue aprobado por la Cámara de Diputados, con mayoría del Partido Liberal bolsonarista, y que ahora pasa al Senado donde ese partido cuenta con la segunda mayoría. Otras iniciativas de difícil manejo en el Congreso son la propuesta de reforma sanitaria, la de una posible reforma tributaria y la llamada ley contra la desinformación.
La necesidad de acercamiento, acuerdos e iniciativas concertadas con los sectores económicos es indudable. No lo es solo para que el crecimiento de la economía haga sostenibles los programas sociales y redistributivos, o para reducir la resistencia de los empresarios bolsonaristas, sino para que el desarrollo de actividades productivas contribuya a generar prosperidad y a reducir sostenidamente la enorme brecha de desigualdad. El manejo de la economía, si bien con leves mejoras en el crecimiento y en frenos a la inflación, sigue siendo fuente de preocupación general. Comercio y recuperación industrial, inversiones, acceso a fertilizantes, recursos para el fondo amazónico, han estado muy presentes en la agenda de la intensiva diplomacia presidencial de estos meses, pero con un marcado sesgo geopolítico.
Ambiciones globales contraproducentes
En este semestre de activismo internacional ha sido notable la insistencia del gobierno de Brasil en hacerse presente y visible en espacios y temas mundialmente críticos. Comenzó con la asistencia del presidente electo a la Cumbre sobre Cambio Climático en Egipto (COP27), importante señal de fuerza simbólica doméstica e internacional sobre el retorno a la agenda de la protección ambiental y de los territorios indígenas, de freno a la deforestación de la Amazonia y de necesidad de fondos para su reforestación. Le han seguido más evidencias de la vuelta de Brasil a la escena internacional tras las ausencias y desplantes del gobierno de Bolsonaro. En lo más visible, al retorno a foros internacionales y a los viajes y encuentros de Lula –en Argentina, Estados Unidos, Uruguay, China, Emiratos Árabes, Portugal y España, Reino Unido, Japón, Italia, el Vaticano y Francia–, se suman las misiones del Asesor Especial Celso Amorim a Moscú y Kiev.
La reiteración de la ambición de un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha vuelto acompañada por el empeño en jugar un papel mediador ante la guerra en Ucrania. Sin embargo, las idas y vueltas en las posiciones de Lula no solo han negado la pretendida equidistancia. Alejan a Brasil de principios fundamentales para la paz y la seguridad internacionales y lo acercan a las perspectivas más antioccidentales del grupo BRICS, en el que Brasil participa junto a Rusia, India, China y Suráfrica; con Irán, Arabia Saudita, Argentina y Venezuela en la larga lista de espera. Allí se inscribe la visión de un mundo en el que el “sur global”, sin distingos entre democracias y autoritarismos, impulsa la redefinición del orden y las reglas internacionales.
De ese modo, el interés brasileño también ha estado en la activación de las negociaciones del Mercosur con la Unión Europea, en menor intensidad en la reanimación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y, con resistencias regionales significativas, en el intento de relanzar la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur).
Volviendo al inicio, un frente amplio contra el autoritarismo como el proclamado al comienzo del mandato de Lula supone superar la polarización desde principios y políticas que mantengan los derechos de las personas y la institucionalidad que los protege en el centro de la agenda. Valga añadir: no solo dentro de Brasil. También afuera, con coherencia, como lo recordaron públicamente a Lula los presidentes de Chile y Uruguay en Brasilia, ante su inhumana consideración del autoritarismo en Venezuela como mera narrativa.
Son previsibles meses más difíciles para una presidencia sin luna de miel, que está en deuda con sus compromisos iniciales y apela a la paciencia de los brasileños, y que en su pragmática búsqueda internacional de atención y proyección ha cultivado desconfianza, rechazos y riesgos, internos y externos.