Por Alfredo Infante s.j.
La primera lectura tomada del libro de Jeremías (17,5-8) nos muestra, a través de imágenes simbólicas, cómo nos jugamos el sentido de la existencia personal, comunitaria y social en nuestras decisiones: ellas nos hacen benditos o malditos. El profeta utiliza un esquema de contraste para darle fuerza a la palabra y desnudar los fundamentos y derroteros de nuestras decisiones.
¿Hacia dónde va la vida de las personas que ponen su confianza en los poderes de este mundo y sus riquezas? También, ¿la de aquellos que buscan solo sus intereses y se olvidan de los hermanos? A esto se refiere Jeremías cuando dice “maldito el hombre que pone su confianza en el hombre y aparta del señor su corazón”. No se trata aquí de la confianza horizontal entre seres humanos, fundamento de la convivencia fraterna, sino que “el hombre”, aquí, se refiere a confiar en el poder, la riqueza, el ego y todas esas dinámicas mezquinas propias de nuestra finitud humana, limitada e intrascendente, tentación siempre presente en el camino de la vida.
Jeremías afirma que quienes deciden actuar así son malditos, es decir, gente que no puede ser feliz y que, con sus acciones, entorpecen la felicidad de los demás, la concordia y la felicidad pública. La imagen con que compara a este tipo de personas es la de un “Cardo en la estepa que no disfrutará de la lluvia”.
En contraste, “quien confía en el Señor y en Él pone su esperanza” es bendito, aunque esto no garantiza que le irá “bien” en este mundo, pues, no se trata de una teología de la prosperidad tan de moda hoy en algunas religiones del espectáculo. Lo que nos insiste el profeta es que fundar la existencia en el Señor llena a la persona de bendiciones; la llena de luz y los demás disfrutan de su presencia porque “sus hojas serán verdes, y sus frutos exquisitos”. No se trata de una vida exitosa, sino fecunda, con buenos frutos. Todos conocemos a personas así, personas cuya presencia nos hace bien y nos comunica a Dios; sus decisiones y acciones les humaniza y humanizan a los demás. Nuestro Beato José Gregorio Hernández es un referente para los venezolanos en esta dirección profética de ser signos de bendición.
En el Evangelio, Lucas (6, 17.20-26) nos pone ante otro contraste, el de las bienaventuranzas y las malaventuranzas. Con las malaventuranzas, Jesús trata de estremecer la conciencia de aquellos que han hecho de las riquezas su ídolo y se han enriquecido injustamente. Al mismo tiempo, y en contraste, busca encender la esperanza de los pobres con las bienaventuranzas.
Para Jesús la idolatría a las riquezas genera relaciones injustas que producen exclusión, pobreza, hambre, llanto y persecución y, por eso, les dice a los responsables de las injusticias: “Ay de ustedes los ricos! Ya tienen su recompensa”, es decir, el éxito que otorga el mundo. Vana recompensa. En contraposición, a quienes padecen las injusticias, les dice que Dios los ama, que los toma en cuenta y, por eso, los llama dichosos, felices, bienaventurados.
Actualizando esta palabra, podríamos decir que, en Venezuela, al 95 % de empobrecidos que hoy viven en nuestro país (según ENCOVI), Jesús les dice que Dios está con ellos, que de ellos es el reino de Dios. A las víctimas del hambre Jesús les dice que no se resignen, que Dios sueña con un mundo fraternal donde el pan alcance para todos, donde los hambrientos serán saciados; que los que ahora lloran porque han sido víctima de la violencia policial o delincuencial, de la falta al acceso a la salud, a todo aquel que sufre y está desesperado y angustiado, le recuerda que el mismo Dios viene a consolarlos; y a los que son perseguidos, torturados y encarcelados por defender la vida, la dignidad, los derechos humanos, les anima a que no claudiquen, que no desistan, porque así trataron a los profetas, y esos profetas viven a plenitud en el corazón de Dios, están libres, porque los justos verán a Dios.
Y, finalmente, Pablo (1 Cor 15,12.16-20) hace una síntesis espiritual del mensaje de Jeremías y Lucas y nos sitúa en el horizonte del crucificado–resucitado, recordando que somos peregrinos, pasajeros; que nuestra fe en el resucitado nos libera plenamente porque destierra el miedo a la muerte que, muchas veces, nos resta libertad y limita nuestros esfuerzos en la lucha por humanizar a la humanidad. La fe en el resucitado nos libera el corazón de la tentación de claudicar ante los poderes injustos de este mundo y nos sitúa en un horizonte de sentido, mayor, trascendental, que despierta la fuerza de la bendición, como dinamismo presente en lo cotidiano. Por eso, con el salmista no cesamos de cantar: “Dichoso el hombre que confía en el señor y no se guía por mundanos criterios” (Sal 1).