Por Alfredo Infante, s.j.
Los cristianos estamos llamados vocacionalmente a comprometernos con los destinos políticos de la comunidad, de la ciudad y del país. La política, entre otras cosas, es el arte de convivir, llegar a acuerdos y construir el bien común sobre la base de la justicia, la solidaridad y la concordia. Una fe que nos jalona hacia la fraternidad –como horizonte trascendental de nuestro bautismo– se traduce, en el aquí y ahora, en un compromiso constante por trabajar junto a otros en hacer más humana la convivencia social y política.
Las llamadas obras de misericordia encuentran en la política la posibilidad de trascender de un bien concreto a un bien universal. San Ignacio de Loyola insistía que “el bien cuanto más universal, mejor”. En un país que vive una emergencia humanitaria sistémica, acompañada por una profundización de la desigualdad, no podemos limitarnos con nuestras buenas acciones a paliar el daño. Es exigencia de la fe trabajar corresponsablemente, junto a otros, por transformar las condiciones de vida, buscando el “mayor bien”. Para que la práctica del bien sea eficaz y transformadora es importante “estar vigilantes”, no distraídos, para discernir los contextos; como insistía San Ignacio: “actuar según personas, tiempo y lugar”. Los cristianos no podemos desatendernos de la política porque estaríamos de espalda a la búsqueda del bien común y la fraternidad.
Desde el punto de vista político, la sociedad opositora venezolana cerró el año manifestando su profundo descontento hacia el liderazgo opositor y el modo que tiene de gerenciar la política, desvinculada de las necesidades reales del cuerpo social. Al mismo tiempo, se sintió abusada por la autocracia con el fraude en Barinas el 21 de noviembre, lo cual profundizó el descontento con el régimen. Desde el punto de vista del control político, ciertamente los resultados de las elecciones regionales de noviembre favorecieron al oficialismo, que ganó 18 de 22 gobernaciones –con una ventaja contundente en el Distrito Capital– y se alzó con 68 % de los cargos en disputa.
El chavismo consolidó su dominio en las grandes ciudades y en el centro del país; aunque no todo lo que brilla es oro, porque un análisis más a fondo nos muestra varios matices que acá resumimos a partir de lo que hemos recogido en diálogos recientes sostenidos con activistas y analistas: el oficialismo solo logró mayoría absoluta en 6 estados, la abstención creció significativamente en los centros de dominio chavista, el oficialismo cayó de manera importante en la Venezuela profunda y en regiones donde fue por muchos años dominante. Además, los problemas de gestión del gobierno siguen siendo sus puntos más débiles: la grave crisis de los servicios públicos continuará, la inflación es un problema crónico y, aunque es mejor que la hiperinflación, seguirá comprometiendo el nivel de consumo de las familias. Si bien mejorará el crecimiento económico en 2022, la crisis de empleo y productividad continuará. Súmese a ello la obstinada oposición de EE.UU, Canadá, la UE, lo que implica la continuación del régimen de sanciones y sus diversos efectos. Al interior del chavismo se evidencian profundas divisiones. El descontento popular con Maduro es amplio y difuso.
El 21-N, el triunfalismo político del Gobierno –acompañado de la acostumbrada soberbia– le llevó a la arbitraria decisión de invalidar las elecciones en el estado Barinas, emblema de la revolución, hecho que el 9 de enero, cuando se repitieron los comicios, hizo emerger la fuerza de la indignación expresada en el voto castigo, que le dio a Sergio Garrido, candidato de la Mesa de la Unidad (MUD), el triunfo con más de 56% de los votos (una ventaja mayor a la obtenida por la MUD en noviembre), a la vez que desnudó al rey y evidenció las grietas del poder.
Pero hay que estar claros. El hecho de que le vaya mal al Gobierno no significa que le va bien a la oposición. Barinas no hace milagros. Es sólo un indicador de que la indignación bien encauzada se puede convertir en un aluvión de votos. En política, el triunfalismo desmesurado es mal consejero, ciega. A lo interno de la oposición, la tarea está por hacerse, está crudita. Barinas no puede eclipsar el mensaje que la sociedad le envió a la dirigencia en las elecciones del 21 de noviembre.
Expertos con quienes conversamos recientemente nos dijeron –palabras más, palabras menos– que es muy significativo el derrumbe de la oposición representada por el G4 y la tarjeta de la MUD, porque su votación se desploma a nivel nacional y la diferencia de cargos y de votos con el PSUV es notoria. También que la MUD y el G4 han dejado de ser referencia política. No hay unidad, los arreglos y acuerdos son tácticos, los llamados dirigentes nacionales sólo son nombres de referencia, los partidos políticos no tienen capacidad orgánica. Por otro lado, la presidencia interina de Juan Guaidó y la vigencia de la Asamblea Nacional de 2015 quedaron claramente debilitadas. Ya no son referente para el ciudadano, no sólo por los resultados de los comicios, sino por la división y desacuerdos mostrados en la discusión sobre su continuidad, además de la poca transparencia en el manejo de recursos públicos.
En conclusión, todo indica que estamos al borde del cierre de un ciclo político, tanto para el Gobierno como para la oposición. Un cierre caracterizado por la deslegitimación de ambos bandos. Y en este contexto, la sociedad civil está llamada a jugar un papel importante, justo cuando la clase política se debate entre referendo revocatorio presidencial y elecciones presidenciales en 2024. La experiencia política de Barinas puede ser un ángel que nos lleve a repensarnos políticamente y acertar en una estrategia común o un demonio que nos seduzca con el triunfalismo y nos ciegue para acertar el camino.
Fuente:
Boletín del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco del 14 al 20 de enero de 2022/ N° 129. Disponible en: mailchi.mp