Wooldy Edson Louidor
Hablar del desarraigo nos invita a escudriñar las narrativas de pueblos que guardan celosamente retazos y tejidos de memorias de sus ancestros. Memorias de resistencia para mantener vivas las raíces. La memoria no es un objeto de estudio, sino una reliquia del corazón. La rebeldía frente a la historia contada por los vencedores.
Un punto de interrogación sobre una civilización que se dice “humanista”, pero que utiliza el verbo de la colonización, el lenguaje de la esclavitud, el monólogo del racismo. Que hace de la alteridad un crimen. Que niega el derecho del otro a ser otro. La memoria es definitivamente otra historia.
La lucha fundamental para muchos pueblos de nuestro continente es entre el dolor insuperable del desarraigo y la permanente nostalgia de volver a sus raíces. Han permanecido durante siglos en este “entre” desgarrador, incierto y, al mismo tiempo, estimulante. Por ejemplo: ¿Por qué se sigue llamando “afrodescendientes” a los negros del continente americano (“afrocolombianos”, “afroamericanos”, etc.), después de haber llegado acá hace varios siglos?
África o lo “afro” no es sólo un nombre, una geografía o una genealogía: es el “estigma” en una herida que nunca ha cicatrizado del todo. La marca de fábrica de un producto que no se ha entregado. Los trazos de una letra casi invisible, pero que queda escrita en la historia. El vago recuerdo de un signo indeleble. Las huellas de un largo cuento que se sigue narrando y trasmitiendo de boca a oído. Son los múltiples rostros de este “entre”, del estar a medio camino entre un continente y otro, entre aquí y allá, entre “érase una vez” y hoy día.
Cuando yo era niño, participaba en las ceremonias de vudú, organizadas por mi abuelo materno que era sacerdote vudú (hougan) y tenía un templo(peristil) en la residencia familiar. Las ceremonias duraban varios días y noches, en los que se tocaba el tambor y se bailaba ininterrumpidamente. Es como si los adeptos siguieran bailando incluso cuando la música ya había parado. La música estabadentro de ellos, quienes, a su vez, se arraigaban en ella. La música se transformaba en sus nuevas raíces musicales, danzantes, interiores, que trenzaban el cuerpo y el espíritu en ritmos y ritos de tambores que sabían tocar el alma.
El vudú sigue manifestando de manera elocuente este nexo África-América. Al ser arrastrados al nuevo continente, los africanos llegaron con sus melodías heridas, sus canciones fracturadas y sus ritmos agrietados. El viento del exilio carcomió los tambores y las manos que los tocaban. El desarraigo rompió todo enlace, toda conexión y vínculo con la madre África.
En las plantaciones del nuevo continente, los esclavos negros trataron de encontrar su camino en el éxodo (el estar “fuera del camino”, según la etimología griega de la palabra “éxodo”).Perdidos, desubicados, desorientados, buscaron el camino por dentro, entre llantos, gritos y lamentos. Entendieron que el camino ya no existía (se había quedado atrás y allá) y que tenían que construir su propio andar. Fue así como el canto, la música, el tambor se convirtieron en el inicio de un nuevo comienzo. Encontraron la libertad dentro de la esclavitud: la libertad de renacer en la nueva tierra.
El baile, la danza y, en general, todas las formas de soukekò (expresión del creole haitiano que significa literalmente “sacudir el cuerpo”) expresaron esta libertad del espíritu a través del vuelo del cuerpo. El cuerpo liberaba el espíritu, permitiendo su vuelo hacia el África interior, imaginaria, mítica. África se ha ido convirtiendoen una ausencia paradójicamente muy presente en América, dejando registro de la victoria de los afrodescendientes sobre el desarraigo, su propio desarraigo.El cuerpo se convirtió a su vez en territorio de la memoria.
La música y la danza fueron dos maneras que han utilizado las negritudes en nuestro continente para enfrentar su desarraigo y, así, convertir la tragedia en armonía. El tambor guarda en su caja de resonancia los múltiples lugares de donde vienen las tribus en África; cuando las manos del músico tocan la membrana del tambor, resuenan en el nuevo continente los recuerdos tejidos de dolores, alegrías, tristezas y desgarraduras provocadas por el exilio.
Cuando los negros danzan, hacen más que mover el cuerpo: es toda una historia de varios siglos que se expresa a través de sus pasos y sus cadencias. Son dos continentes que bailan en sus ritmos entrecruzados y entrelazados. Es una utopía, consistente en volver a las raíces, que sigue pidiendo su lugar en este no-lugar, que ha representado el continente americano para los afrodescendientes. Un no-lugar en el que las negritudes nunca han podido instalarse. África ha sido una necesidad que se ha intentado satisfacer, aunque fuera imaginariamente.
Los motivos para bailar son numerosos en las culturas negras: cuando nace un bebé, cuando muere alguien, cuando hay fiesta, cuando hay tristeza, cuando llueve, cuando nos asola la sequía, cuando lloramos, cuando reímos, etc. E incluso cuando la música ya paró. La música es un modo de ser, y la danza un estilo de vida.
Narrar el desarraigo implica contar no sólo el dolor que nace del desgarramiento por haber sido arrancados de las raíces, sino también relatar todas las bellas formas en las que se vienen constituyendo las nuevas subjetividades en un contexto de colonización y subalternización.
Los negros son el relato africano de América. Es la presencia ausente de África. La ausencia de África, presente en América.
El desarraigo implica también creatividad y posibilidad de tejer nuevas realidades, cantar nuevos aires y danzar nuevos ritmos. Las memorias de resistencia de los afrodescendientes y sus narrativas cantadas y bailadas dan cuenta de la creatividad de esta subjetividad resiliente y su capacidad para reinventarse y recrearse, cultivando su propia realidad y configurando de diversas maneras su anclaje al suelo americano. En condiciones siempre difíciles.