En política, las decisiones se asumen, los costos se encajan y se convive con ellos. No hay nada peor que esconderse detrás de nubes cósmicas pasajeras para justificar una decisión
Jean Maninat
En política, como en otros oficios, las decisiones se asumen, los costos se encajan y se convive con ellos. No hay nada peor que esconderse detrás de nubes cósmicas pasajeras -o impenitentes- para justificar una decisión públicamente tomada. Hay que asumir triunfos y derrotas por difíciles que sean.
Quienes llamamos a votar perdimos porque la gente decidió exactamente lo contrario: no votar, alentada por los que promovieron la abstención como dispositivo para derrotar al régimen, y preparar su salida. (O, como dicen ahora los emisarios de la nueva antipolítica, el “pueblo” estaba cansado de que lo engañaran los mismos de siempre, de lado y lado. La vieja canción antipartidista).
Sucede, que quienes acertaron -digamos, porque leyeron mejor el ánimo de la gente- están obligados a mostrar la ruta para concluir la faena, con la estocada final que “ponga fin a la función”. A eso obliga la responsabilidad de haber trazado una ruta, la abstención, que fue asumida mayoritariamente por el país opositor.
¿Qué se hace con tamaño logro? Algo más, espera uno, que reiterarnos lo mal que está el país y prometernos que cuando las elecciones sean libres y transparentes todo habrá cambiado. El problema reside en, precisamente, establecer cuál sería la “hoja de ruta” para sacarle, a lo que se caracteriza como una dictadura, unas elecciones libres y transparentes.
Para algunos es obvio, primero salimos del régimen y luego votamos, tal como ha venido cantando el radical chic con la insistencia fútil que lo caracteriza. Ajá, pero, ¿cómo salimos del régimen? Y así, ad nauseam, prosigue la discusión sobre si fue primero el huevo o la gallina. Al final puede ser dañino para la salud mental y se termina gritando consignas a la orilla de una autopista ante la rauda indiferencia de automovilistas y motorizados.
La oferta que hace la MUD/Frente Amplio en su reciente documento de luchar por condiciones electorales libres no puede más que ser apoyada, ¿cómo no hacerlo? El llamado a no cansarse, a seguir de pie, no hay manera de no secundarlo. La advertencia final de que no hay una “solución fácil” impacta por su realismo político. Efectivamente, siempre ha sido así.
Pero son buenos deseos, sin fuste para disipar el desánimo que se contribuyó a sembrar. La indignación en el mundo paralelo del Twitter ante la sola evocación de unas improbables elecciones para fin de año, es demostrativa del daño hecho a la ruta electoral. Y en el mundo real de cada día más hueso y menos carne, quien salga a repartir volantes en una cola llamando a elecciones libres para salir de la terrible situación que vive el país, correrá el riesgo de ser declarado fugitivo de un manicomio y entregado a los loqueros.
La dirección opositora luce desorientada, a la espera que las sanciones económicas y la “comunidad internacional” nos hagan el milagro de salir del peor gobierno que ha conocido Venezuela. Pero el vecindario está revuelto y cada país tiene sus problemas por resolver. La solidaridad internacional es un recurso político agotable, sobre todo si uno de los contendientes no pega una, ni que se la pongan bombita.
Quizás un poco de sangre nueva en el liderazgo opositor ayude a oxigenar los cerebros, a reinventarse como dice la jerga de la autoayuda. La repetición de discursos rimbombantes entre convencidos es un ritual ajado sin enganche con la realidad de las mayorías. A lo mejor convenga callar un rato y pensar un poco para salir del atascadero que se empezó a crear luego del luminoso diciembre de 2015.