Revista SIC 804
Mayo 2018
Cualquiera que con ojos externos llega a nuestro país se pregunta: ¿Cómo hace la gente para sobrevivir? La situación es tan caótica que la pregunta cobra una absoluta pertinencia. Sobrevivir en este valle de lágrimas llamado Venezuela es un milagro. No hay condiciones objetivas para semejante proeza. El venezolano de a pie cada día, desde sí, tiene que poner el piso para crear las mínimas condiciones que le garanticen un día más. Vive al día, no hay otra manera de estar. La incertidumbre no es solo existencial, política, económica, social, es, sobre todo, biológica: vida o muerte.
La crisis ha quebrado la mínima regularidad de la cotidianidad. En un barrio cualquiera, el día puede transcurrir así: José se levanta, va al baño y no hay agua; se puede llegar a estar hasta 20 días sin agua. Hace sus necesidades fisiológicas y no hay papel; o porque no se consigue o porque es muy caro y no lo ha podido comprar. Si tiene suerte con el agua, debe administrar muy bien el jabón, al punto que, por los costos, va guardando las cascaritas de jabón para después juntarlas y hacer nuevos jabones. Algo parecido pasa con el dentífrico, al final se rompe para extraer el mínimo de crema dental. Si se va a afeitar, lo hace a secas porque la es puma es un lujo. La afeitadora “desechable”, la cuida para prolongarle al máximo la vida útil. Sale del baño y va a la cocina, tal vez no tenga qué desayunar y, además, junto a su esposa, ante la insostenible y escandalosa hiperinflación, han decidido suprimir el desayuno, y en la medida que crece la hiperinflación irán viendo como reajustan los ritmos de comida hasta quedarse con una sola al día o, tal vez, espaciar aún más su dieta personal para priorizar a sus hijos. Literalmente: quitarse el pan de la boca para que sus hijos coman.
José trabaja en un comercio al otro lado de la ciudad y por su antigüedad gana algo más de un salario mínimo. Por falta de un sistema de transporte público que funcione adecuadamente, para llegar a tiempo a su trabajo sale de su casa a las 5 de la madrugada. La flota del transporte público ha disminuido o porque no hay repuestos o porque los propietarios no tienen el poder de compra para reponer y rehabilitar los vehículos averiados. Mientras, el Gobierno habla de guerra económica y sabotaje por parte de los conductores. En consecuencia, José tiene que recorrer 3 km caminando hasta llegar a la para- da de los jeepses. No lo hace solo, varios vecinos se juntan para cuidarse entre sí y protegerse de la delincuencia que, ante la desprotección e impunidad por parte del Estado, roban celulares y, también, en ocasiones, loncheras. Una vez que llega a la parada debe esperar entre 30 minutos y 2 horas para montarse en el jeep que lo trasladará al metro. Ante la reducción de la flota del transporte por avería de los vehículos, han comenzado a aparecer camiones que hacen el ser- vicio de transporte público. Las imágenes son dramáticas, la gente va como mercancía y los costos del pasaje son altísimos.
María, la esposa de José, es empleada doméstica. Se ocupaba de hacer servicio de planchado en casas particulares de algunas familias del este de Caracas. Ya no trabaja a diario como lo hacía antes, esto, por dos razones: la primera porque las cuatro familias donde hacía su ser- vicio doméstico de planchar, se fueron del país y perdió su fuente de trabajo. Ahora hace servicio en el barrio, pero la paga no es la misma, a veces plancha por un plato de comida que guarda en un perolito para llevarlo a casa y compartirlo con su familia. La segunda, debido a la crisis de movilidad urbana y la falta de efectivo está prácticamente confinada a su sector. Hace poco se reunieron en familia para organizarse, pues ante la falta de efectivo y la hiperinflación, no le dan los números en sus finanzas para correr con los gastos del pasaje de todos. Ahora, los niños que antes tenían transporte particular, van a la escuela a pie. Para llegar tienen que caminar alrededor de 3 Km, y lo hacen, sobre todo, porque en la escuela funciona un comedor y pueden comer, de lo contrario desertarían de la escuela. María y José no tienen cómo sustentar el hogar, lo que ambos ganan, no les alcanza ni para medio comer; sus hijos, como niños que son, juegan futbol con sus zapatos, pero María y José no tienen como vestir a sus hijos porque un par de zapatos, de baja calidad, vale en el mercado más de diez salarios mínimos.
Bueno, el regreso a casa, después de la jornada de trabajo es otra odisea. Todos andan desesperados por llegar. En la boca del suburbio, donde se hace la cola (fila) del transporte público, hay unos tales fiscales (informales que hacen de intermediarios ente el conductor y el pasajero), que controlan y organizan discrecionalmente el acceso a las unidades de transporte e imponen, según su criterio, el costo del pasaje. Los costos del pasaje, impuestos por estos irregulares, son insostenibles para la economía familiar. José, se ha organizado con otros vecinos, para juntarse a una hora determinada y subir a pie, tres veces por semana, desde la boca del suburbio a la punta del cerro donde vive. Llega extenuado a su casa, con el estómago vacío, rezando para que haya electricidad y no encontrar su calle y su casa a oscuras. Este año, los apagones han sido el pan nuestro de cada día a lo largo y ancho del país. Muchas de las protestas han tenido como tema la electricidad, el agua y la salud. María, su mujer, lo recibe y le sirve una arepa. Le comenta que, a la vecina, quien tiene su hijo en Chile, le llegó la primera remesa y gracias a eso pudo comprar unas harinas y, para celebrar la buena nueva, por agradecimiento y solidaridad les regaló unas arepas. Conversan un rato. María le cuenta que hoy fue a comprar la bolsa de comida del CLAP y pasó 4 horas esperando, pero regresó sin nada, al final no la vendieron porque al parecer llegaron in- completas y la gente protestó por el abuso, tal vez mañana la vendan.
María le comenta a José que su hermano Juan se va del país la próxima semana, porque no consigue el tratamiento para su hijo que convulsiona. José se inquieta y piensa, “varios de mis amigos del trabajo han renunciado esta semana porque también se van. Yo también lo estoy pensando. Los medicamentos de mi vieja no se consiguen, y esto que es- tamos viviendo no es vida, pero no es fácil empezar de nuevo”.
Y es que los más amenazados y vulnerables en medio de esta situación son los enfermos crónicos, especialmente los niños, ancianos y enfermos psiquiátricos, quienes en medio de esta situación se han visto obligados a tomar ellos mismos las calles con la consigna “no queremos morir”. Recientemente, las madres de los niños que padecen de cáncer, salieron a la calle junto con sus hijos, para exigir un trato digno y respeto a la vida; ellos, quienes deberían estar protegidos por las instituciones públicas. Sus familiares emigran para, con el auxilio de las remesas, poder acceder a los medicamentos y sostener su tratamiento. Mientras, el Gobierno, inescrupulosamente, se empeña en negar la ayuda humanitaria afirmando, desde su ideología, que en Venezuela la gente vive en el mejor de los mundos.