Tratar de distinguir significantes comunes, un centro de convergencia en medio de gramáticas políticas radicalmente distintas, es un verdadero reto para la oposición democrática a un sistema autoritario. Tal como nos enseñan diversas experiencias de democratización en el mundo, dicho espacio de resolución de los atascos y remisión de la conmoción crónica no surge a la fuerza ni por generación espontánea. Y pocas veces se ensancha, además, en los momentos álgidos de ese desencuentro: momentos heroicos, paradójicamente, pues también suelen asociarse al mayor peligro, a la disposición al desafío, a la pérdida del miedo.
Se trata de un punto de partida a partir de la bifurcación que, idealmente, cabría construir aprovechando el viento a favor, la propensión, el potencial de situación, como decía François Jullien en su Conferencia sobre la eficacia (2006). Pero que, al mismo tiempo, empieza a gestarse en virtud de la crisis y emerge prefigurado por ella.
De modo que estas coyunturas, generalmente dilemáticas para las sociedades, no necesariamente son pasos que auguren la resolución catastrófica. No se trata, pues, de eludir el conflicto ni lo que involucra, sino de intentar aprovecharlo lo mejor que se pueda como oportunidad para la modificación sustantiva y perdurable de eso que percibimos como anómalo. Así la crisis (enfermedad política, en este caso; crisis de la fuerza que está en el poder) pasaría de ser un trastorno terminal, un asunto “no curable” a comportar solución en la transformación, aunque esta no sea inmediata. A pesar de ser procesos cuya inestabilidad y desproporción pueden abrir puertas al despotismo, advertía Jacob Burckhardt, la virtud de las crisis es que barren con formas de vida que sobreviven sin justificación. Anunciadas por una serie de señales súbitas y precisas, por cambios que no necesariamente son perdurables, suelen registrar la mudanza desde una situación previa de normalidad y/o anormalidad, “un paso de la obediencia a la desobediencia, y viceversa”.
El otro poder
Choque entre ideas establecidas y el bloque de ideas en ascenso. Puja entre creencias y concepciones; entre una verdad subjetiva y objetiva, fruto de la coincidencia entre la afirmación y los hechos. Inmersas en un contexto más amplio, el de la crisis orgánica, estructural o de hegemonía, como la caracterizó Gramsci, la inestabilidad es el signo de estas dinámicas. Con instituciones que han perdido credibilidad y legitimidad ante la ciudadanía, la autoridad del Estado puesta bajo cuestionamiento genera un desarreglo que se ha prolongado en el tiempo. Tal como constatamos en el caso venezolano, el consenso que distingue a la gobernabilidad democrática y que habilita una relación de poder que depende de reglas claras, de la cooperación voluntaria y animosa de la sociedad, ha sido abiertamente desestimado. De modo que en vez del convencimiento o la persuasión, es la mera coerción el recurso que ha quedado a los gobernantes para imponer la dominación, garantizar el orden y la “paz” -entendida como supresión unilateral del conflicto político- y obtener obediencia de los gobernados.
En ese sentido y en línea con Antonio Camou (2001), conviene recordar, por un lado, que la democracia (entendida como “una forma de gobierno”, una voluntad social) y la gobernabilidad (una cualidad que indica el grado de gobierno ejercido en una sociedad), aun siendo manifestaciones potencialmente convergentes, remiten a fenómenos distintos. Y, por otro, que no en pocas ocasiones los gobiernos pueden lograr resultados eficaces en la instrumentación de políticas públicas, aun sin el consenso y participación de la población afectada. Entonces, ¿cómo contribuir al logro de un orden democrático, de una cultura política que sirva como base a esa aspiración de mayor legitimidad social, si la gobernabilidad autoritaria hoy se presenta como realidad no sólo probable, sino opuesta a nuestra verdad?
En tanto ciudadanos, he allí un problema que no puede escapar a nuestra atención. Cómo, partiendo de la realidad, hacer de la crisis una ocasión para generar y expandir cierto poder basado en esa gramática de la democracia, ese insumo vital para dar carne y nervio al cambio que no ha podido concretarse tras la elección del 28J. Cabría considerar entonces que la capacidad de acción implícita en la noción de poder, se redimensiona en el terreno político porque incorpora lo dialéctico, lo relacional, tal como indicaba Poulantzas. Y que generar capacidad de agencia al margen de la acción impositiva del Estado, de su desacreditado entramado institucional y sus redes de complicidades y alianzas, dependería también de desplegar este otro poder que opera tácticamente, como decidido contrapeso a la aplicación de la violencia o la fuerza. Poder de los sin poder, le llama Havel.
Mantener la brecha
En la incidencia articulada de esa consciencia en acción, hay una oportunidad para que el déficit de gobernabilidad aloje, sin daño ni pérdidas, otras formas de resolución de la crisis, esta vez favorables a la verdad. Para ello, contamos ya con algunas certezas. Si algo ha dejado claro este tiempo es que la sociedad venezolana ha ido entendiendo que es capaz de organizarse de una manera eficaz para la autogestión. Asimismo, la visibilización de lo público en arenas alternativas de comunicación seguirá siendo un obstáculo serio para que las claves autoritarias se adopten y normalicen. Allí, la lucha por la hegemonía cultural –esa validación que una verdad política obtiene por vía del consenso, y que precede a la conquista del poder gubernamental- no da tregua, mantiene abierta la brecha para la ruptura estabilizadora. Hablamos de una lucha ética, por ende, que impacta la gobernabilidad en la medida en que anuda “las exigencias de carácter nacional” de un bloque social que no es homogéneo (Gramsci).
Para agudizar las contradicciones capaces de interpelar a los decisores y generar crisis con potencial transformador, importa seguir parados sobre el piso de la lógica democrática, eso sí. Asimismo, estar muy conscientes de que el problema venezolano no responde a esa dolosa controversia izquierda-derecha que algunos actores internos y externos tratan de instrumentalizar para sus fines. Seguir abrazando una idea de la soberanía que apela, sin menoscabos, a la voluntad popular y la participación; y combatir su peligrosa desviación autoritaria, la de que soberano sería únicamente aquel quien “decide sobre el estado de excepción”, tal como preconizaba Carl Schmitt. Discernir y elaborar el trauma colectivo para que no se convierta en depresión invalidante, también, y seguir apuntando a las instituciones para que la ley se cumpla. No es insignificante la palabra, la que agita, repara, sutura y junta; eso, sobre todo, habrá que recordarlo.