Francisco Javier Duplá
La conmemoración de los 150 años del nacimiento del Dr. José Gregorio Hernández está permitiendo conocer su figura en muy diversas facetas, y resaltar su aporte a la sociedad venezolana de entonces y también a la actual. En un resumen muy escueto se puede decir que José Gregorio Hernández destacó como introductor de la medicina científica, basada en la investigación, como profesor de varias materias novedosas en la carrera de medicina de la Universidad Central de Venezuela –Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología–; como médico infatigable que atendía a toda clase de personas, especialmente a los pobres, como laico católico consecuente con su fe, como escritor de obras científicas y algunas literarias, como ejemplo de amor a su familia y a sus amigos.
La salud de la población era muy precaria en la Venezuela de hace un siglo y ahora difícilmente nos la podemos imaginar. El conocido doctor Luis Razetti comprendió el contexto sanitario tan pobre en el que vivía el país y quiso cambiarlo:
“Hay que situarse en la Venezuela de los tiempos de Gómez para comprender el tamaño del extraordinario reto que se fijó Luis Razetti a sí mismo – un país donde la mortalidad era elevadísima, incluso en comparación con otros países similares, donde las endemias tropicales, la tuberculosis, las enfermedades venéreas y el alcoholismo pululaban sin encontrar remedio, donde los servicios de agua potable eran escasísimos, las redes de cloacas más aún, y donde la educación en todos sus niveles sólo alcanzaba a una minoría, en las principales ciudades, mientras el resto del país permanecía aislado, ignaro, en la pobreza –, para comprender su obsesión por los temas de la higiene y por la educación de hombres y mujeres, de los médicos, de los jóvenes en temas sanitarios, de la salud, y los esfuerzos sin descanso que desplegó, como un auténtico apóstol de la medicina social”.
Parecido enfoque del precario contexto sanitario nos lo ofrecen otros autores. “La esperanza de vida de un venezolano en los primeros años del siglo era de apenas 31 años, mientras que para el año 1950 fue de 53,9 años (…) La primera causa de mortalidad en la Venezuela de comienzos del siglo XX era la malaria. En Cojedes por ejemplo la mortalidad por ese flagelo alcanzaba un 41,5 % de la tasa de mortalidad”. Enrique Tejera y sobre todo Arnoldo Gabaldón acabarían con ese flagelo a nivel nacional. “La segunda causa de incapacidad y muerte temprana en la Venezuela de la primera mitad del siglo XX era la tuberculosis. Durante el año 1936, el 45 % de las muertes registradas en la ciudad de Caracas fueron causadas por tuberculosis”. José Ignacio Baldó logró erradicar el flagelo. “Por su parte, el médico Pastor Oropeza promovió políticas públicas dirigidas a atender la nutrición de los recién nacidos y establecer controles de cuidado materno infantil, el tercer gran flagelo diezmador de la población durante la primera mitad del siglo XX”.
La situación de la salud pública mejoró desde la introducción de la medicina científica por el joven Dr. José Gregorio Hernández a su regreso de París en 1891. La tuberculosis, la disentería, el tifus, la fiebre amarilla, la peste bubónica, la bilharzia, la leishmaniasis visceral eran frecuentes y a veces endémicas, sobre todo en los campos. Figuras importantes del mundo artístico habían fallecido de tuberculosis, como los pintores Arturo Michelena en 1898 y Cristóbal Rojas en 1890. El joven Dr. Hernández inicia la investigación bacteriológica y parasitológica en el Instituto por él fundado y enseña a jóvenes discípulos, como el bachiller Rafael Rangel, a explorar por ese camino. “La investigación sigue el modelo dominante de la época, constituido por el Instituto Pasteur, y que consiste en un centro con cierto número de profesionales que combina la producción, el servicio de diagnóstico y la investigación y de donde se envían ′misiones′ al exterior para obtener material o realizar estudios de campo”.
José Gregorio Hernández era un hombre observador y metódico, cualidades indispensables en un científico. Se dio cuenta de que los hombres jóvenes de la zona de Los Andes tenían un número de glóbulos rojos inferior al normal en casi un 50 %. Lo atribuyó como hipótesis a que en las zonas altas el oxígeno es mejor transportado por ellos, pero quiso estudiarlo a fondo. Solicitó al gobierno que le permitiera hacer el estudio en los reclutas jóvenes andinos que ingresaban en el ejército, pero no encontró interés ni respuesta.
La práctica médica
Su categoría profesional como médico, profesor de universidad e investigador está fuera de toda duda. A ella se refiere con modestia en sus cartas como de pasada, sin hacer alardes, pero señalando defectos cuando ve que pueden perjudicar a otros. Se conservan 75 cartas, 21 de ellas dirigidas a su amigo Santos Aníbal Dominici, que en el primer año de ejercicio profesional de José Gregorio todavía estaba estudiando. Ya en los primeros tiempos de su ejercicio como médico en sus Andes queridos encuentra actitudes y creencias que le gustaría erradicar. Le confiesa a su amigo de siempre desde Betijoque (Carta 4, septiembre 18 de 1888): “Mis enfermos todos se me han puesto buenos, aunque es tan difícil curar a la gente de aquí, porque hay que luchar con las preocupaciones y ridiculeces que tienen arraigadas: creen en el daño, en las gallinas y vacas negras, en los remedios que se hacen diciendo palabras misteriosas, en suma, yo nunca me imaginaba que estuviéramos tan atrasados por estos países”. Enumera las enfermedades más frecuentes por la zona y se siente bien respaldado por sus estudios para curarlas: “La clínica es muy pobre: todo el mundo padece de disentería y de asma, quedando uno que otro enfermo con tuberculosis o reumatismo; afortunadamente que mi espléndido libro de Pepper tiene artículos inmejorables sobre esas y todas las enfermedades… La botica es pésima; suponte que el boticario es un aficionado solamente y que me dice: ´Nosotros los médicos´, porque a más de ser aficionado a la farmacia lo es también a la medicina”.
Pocos días después, desde Isnotú, le comenta que piensa establecerse en Boconó, “que es el lugar en que hay más gente y en el que todas las personas son acomodadas; además hay la circunstancia de que los médicos de allí, que son dos, están ya viejos y saben de medicina lo que yo de chino”. Esos eran médicos semejantes a otros que quisieron hacerle guerra por motivos políticos y tal vez también, se puede añadir, por motivos profesionales. “Avísame cuando llegue un medicamento nuevo y la terapéutica que traiga nuestro periódico… siento que no lo hayan mandado, porque en ese periódico siempre vienen tratamientos muy buenos y también los medicamentos que se van descubriendo” (Carta 6, octubre 8 de 1888).
Se preocupa constantemente de recibir los libros y revistas de Francia que ha pagado por adelantado (Playfair, Brouardel y otros) y se queja de que se retrasen tanto. Comenta los libros recibidos a su amigo (Carta 10, Boconó, noviembre 17 de 1888) con mucho detalle de enfermedades y remedios, como quien le escribe a un futuro colega que se interesa sin duda por esos temas. Comenta el luctuoso suceso del envenenamiento de toda una familia (Carta 14, Isnotú, diciembre 24 de 1888), que él descubrió con espanto, del que murieron dos y ocho se salvaron. Eran unas caraotas venenosas, de las que él había oído hablar al doctor Ernst.
La carta que le dirige al Ministro de Instrucción Pública (Carta 21, París, diciembre 18 de 1890) es una buena muestra de su profesionalismo y de su orgullo de ser médico. Le dice que el siguiente mes de mayo concluirá su formación en Francia y que ya será capaz de introducir los estudios modernos de medicina en Venezuela. Para ello hace falta instalar en Caracas un laboratorio de fisiología experimental en un instituto a la altura de Facultad de Medicina de París, que es la más adelantada del mundo. Lo dice con gran emoción: “Esta grande obra constituirá una de las mayores glorias con que nuestro ilustrado Presidente de la República, el señor Doctor Raimundo Andueza Palacio, se presentará a la admiración de sus ciudadanos”. Era consciente de que estaba haciendo algo grande por el país que ningún otro estaba en capacidad de hacer.
Una de las mayores cualidades del Dr. Hernández era su sensibilidad frente a la pobreza, el dolor y el desamparo. Una anécdota lo revela bien:
“Un sorpresivo descubrimiento de doña Matilde, quien lo atendía diligentemente. A ella le intrigaba, por la solicitud de José Gregorio, que la comida le fuera llevada en una bandeja a la habitación. La bandeja le regresaba vacía, cosa que era considerada como el resultado de su buen apetito; pero no conforme con ello, doña Matilde lo observó salir de su habitación con un paquete en la mano, lo siguió detrás a cierta distancia y observó que el médico se internaba por un callejón de La Pastora hasta llegar a un lugar donde numerosos mendigos de la zona se reunían. Él les entregaba la comida y les pedía excusas por la tardanza en llegar. Doña Matilde llegó hasta donde estaban y tomando por el brazo a José Gregorio, lo llevó a la casa para volverle a servir, a lo que José Gregorio respondió: “Ya usted me sirvió mi almuerzo”, pero como doña Matilde insistiera, él le dijo: “Hoy usted ha servido al Señor, porque ha dado de comer a mis pobres”.
Otro ejemplo de la magnitud de su sensible corazón nos lo relata el Dr. Herrera Mendoza. En su camino al Hospital Vargas pasaba todas las mañanas ante una humilde casita donde solía jugar un grupo de chiquillos. Un día echó de menos a uno algo rubio y alborotador, y como al siguiente día tampoco lo descubrió, preguntó a los otros: “¿Dónde está el rubio?” “Ha enfermado, señor”, le respondieron. Entró en la casa y en la última habitación, acostado en un lecho constituido por un montón de guiñapos, yacía el enfermito. Inquirió de la madre que lo velaba, una humilde trabajadora, que quién asistía a su hijo; y le respondió que un curandero… Bien, dijo nuestro hombre, desde hoy lo cuido yo. Y ¿quién es usted?, replicó la interpelada. ¿Yo? Un médico, se limitó a contestar.
Poco después, el beatífico visitante, que se complacía en aplicar a las almas, como a los enfermos de su clínica, la terapéutica que en cada caso convenía, volvía cargado de alimentos, golosinas y juguetes. Al despedirse, dejando al niño gozoso y tranquilo, como resucitado con aquella medicación original, sosegó a la madre con estas palabras: “Su hijo no está enfermo. Su padecimiento se llama: tristeza de la miseria…” Diagnóstico verídico que sólo podía ser formulado por quien además de médico era un santo”.
Tenía fama el Dr. Hernández de tener buen ojo clínico, que él cultivaba con sus dotes de observación y razonamiento. Así lo describe el Dr. Francisco Montbrun en 1998:
“Era un médico poseedor de un gran ojo clínico. Su gran especialidad era el diagnóstico basado en la observación profunda y en un razonamiento bien orientado. Primero hacía el interrogatorio, luego pasaba al examen clínico, muy cuidadoso, y por último establecía un diagnóstico diferencial, tomando otras enfermedades como comparación. En resumen, eran diagnósticos bien pensados que le guiaban en la administración del tratamiento”.
Su acercamiento al enfermo no era intimidante, prepotente, impersonal. Todo lo contrario. Como lo describe Montbrun:
“Sabía acercarse al lecho del paciente y en postura casi humilde, de ordinario con los brazos cruzados sobre el pecho, escuchaba la historia, escudriñando con mirada viva y penetrante cuanto merecía tenerse en cuenta, antes de irse a fondo en el examen, que ejecutaba ordenado, sagaz y rápido… le daba a la historia de la enfermedad toda la importancia que merecía… escribía la fórmula y hacía las indicaciones, por lo regular de pie, con aire presuroso pero sin olvidar detalles, y daba por terminada la consulta”.
José Gregorio Hernández tomaba al enfermo como persona concreta, le pedía detalles de su vida, de sus antecedentes familiares para ver si esto le ayudaba en el diagnóstico. “Llevaba un termómetro para medir la fiebre y un reloj para hacer el registro de las pulsaciones. Interrogaba al paciente para conocer los antecedentes y los síntomas. Dependiendo de la enfermedad reconocía visualmente esputos, orina y heces. Luego procedía a la auscultación del pecho. Solicitaba a algún pariente del enfermo un pañuelo de seda o un pañito limpio que colocaba sobre la parte del cuerpo que pensaba explorar y ponía su oído directamente sobre esa pieza de tela escuchando lo que ocurría dentro. De inmediato procedía a la percusión y palpación de la caja torácica y del abdomen. Con el uso de la auscultación y de la percusión se formaba una idea del estado anatómico y funcional de los órganos internos”.
Sabía de medicina psicosomática, mucho antes de que se hablara de ella. No era psicólogo, pero conocía la importancia de la psique en la génesis y desarrollo de muchas enfermedades. Escribe en ese sentido sobre Neuropatología en un escrito sobre Santa Teresa de Jesús refutando la acusación de histerismo atribuido a la santa. Vale la pena conocer sus palabras:
“La Neuropatología nos enseña a conocer perfectamente el histerismo, de tal suerte que apenas hay enfermedad de más fácil diagnóstico. Es una enfermedad del sistema nervioso que carece de localización anatomopatológica y que presenta distintos grados de desarrollo, pero en todos los enfermos se observan ciertos rasgos morales peculiares que se descubren prontamente. Tienen carácter movible, son inconstantes, faltos de voluntad firme, propensos a la disimulación y casi siempre son falsos, amigos de que los mimen y de ser por parte de los demás objeto de atenciones y cuidados.
Se ha tratado muchas veces de establecer identidad entre estos estados histéricos y los fenómenos de la oración sobrenatural. En particular el éxtasis de los santos se ha considerado como de naturaleza histérica. Todos los autores místicos y principalmente Santa Teresa han sido definitivamente colocados entre los histéricos por los que admiten esa identidad.
Pero todo aquel que quiera estudiar serenamente y de una manera científica el histerismo, y que estudie además del mismo modo la psicología de los santos, encontrará seguro tal desemejanza entre ellos, que forzosamente tendrá que establecer una conclusión contraria a dicha identidad, la cual sólo puede admitirse por los que no tienen conocimiento alguno del histerismo o de los éxtasis de los santos”.
José Gregorio Hernández llevaba una vida en extremo ordenada. Se levantaba muy temprano, alrededor de las 5 de la mañana, hacía un rato de oración, iba a misa de 6, desayunaba y luego atendía a los enfermos en su propio domicilio; almorzaba alrededor del mediodía, siempre de una manera muy frugal, nunca licores; iba a dar clases en la universidad y visitaba pacientes hasta la entrada de la oscuridad, cenaba y se ponía a leer; dormía tan sólo unas cinco horas. Por eso mismo es de considerar su generosidad y vencimiento del cansancio en una ocasión en que, una vez concluida su jornada, lo llamó Martín Vegas Sánchez, el último de sus asistentes, quien se enfermó de fiebre tifoidea y no pudo olvidar la visita que el Dr. Hernández le hiciera un día a las nueve de la noche para atenderlo:
“Tuve una fiebre que me duró como tres meses. Ese día que me empeoré me produjo gran angustia verlo en mi habitación dispuesto a atenderme como a las nueve de la noche. Yo sabía que él no veía enfermos de noche, por esa razón me sorprendí. No teníamos en la casa luz eléctrica, estaba oscuro. Se quedó conmigo hasta el amanecer. Recuerdo que me recetó un alimento para evitar una perforación intestinal y por supuesto una hemorragia. En esa época uno se moría de peritonitis. Yo pensé que si el doctor Hernández había salido de noche era porque me estaba muriendo…”.
Su dolor ante la muerte
La experiencia de la muerte de los seres queridos marca profundamente al ser humano. En algunos casos produce aturdimiento, desolación, vacío; en otros, resignación y profundidad de espíritu. José Gregorio fue muy pronto sacudido en su vida por las muertes de las personas más queridas y cercanas a su corazón. Primero la madre, cuando apenas tenía 8 años aún no cumplidos. Después le tocó la muerte de su padre Benigno, más dolorosa aún por encontrarse él tan lejos, en París. Ocurrió en marzo de 1890 y le dejó gran pesar no haber podido estar con los suyos en esos momentos. Lo refiere en carta a su amigo Dominici un año más tarde:
“(…) sintiendo la necesidad de comunicar contigo en estos momentos tan tristes para mí, puesto que hace un año sucedía aquella espantosa desgracia, que todavía me parece estar en los días primeros de duelo, tanto que todavía yo no he tenido el consuelo de volver a encontrarme al lado de mi familia, como porque este es uno de aquellos pesares que sólo el tiempo puede ir mitigando (…)”
Pero todavía estaba menos preparado para otra muerte, en la que él participó de manera más cercana, la de su hermano menor:
José Benjamín presentaba un cuadro de fiebre amarilla, que José Gregorio advirtió enseguida por el color amarillento de la piel de su hermano. Su fiebre era alta, aunque no había tenido mucha hemorragia gástrica. José Gregorio se molesta porque no le han avisado antes: ya la enfermedad tiene varios días y Benjamín está débil. Le receta salicilato y un compuesto para bajar la fiebre. Le manda a tomar mucha leche para bajar la ictericia. Se va preocupado, pero tranquilo, dada la fortaleza de su hermano, que dentro de 7 días cumplirá 24 años.
Al día siguiente por la mañana su hermano agoniza. José Gregorio le toma el pulso y reza con intensidad. No sabe por qué no funciona el tratamiento, por qué es tan crítico el cuadro de su hermano. Al comenzar la tarde su hermano empeora, la fiebre sube a 41 grados y delira, con gran sufrimiento de todos los que le rodean. Por la noche, fallece ante la consternación de su familia reunida junto a su cama. José Gregorio, impotente, ve morir a su hermano preferido, sin que sus conocimientos y sus esfuerzos hayan servido para nada. Durante varios días se sumerge en un aislamiento y una tristeza grandes, de los que sale para asistir a las misas de novenario. Solamente la fe religiosa y la confianza en un Dios amoroso que sabe lo que es mejor, le ayudaron en esos momentos de oscuridad.
Un punto de mucho interés en su pensamiento como ser humano, y más habiendo presenciado tantas muertes en el ejercicio de su profesión, es el pensamiento de su propia muerte. No la teme, la desea, la anticipa. “Siempre he deseado la muerte – le dice a su hermano César – que nos libra de tantos males y peligros y nos pone seguros en el cielo” (Carta 50, París, mayo 27 de 1914). A su querido amigo Dominici le expresa un sentimiento semejante, hablando del retrato suyo que le envía desde Nueva York: “Ya verás cómo la vejez camina a pasos rápidos hacia mí, pero me consuelo pensando que más allá se encuentra la dulce muerte tan deseada” (Carta 63, New York, octubre 2 de 1917). No era por lo tanto la muerte para este gran hombre algo temible, sino deseable, y la razón era el encuentro definitivo con el Señor en el cielo.
Su legado para estos tiempos
Queremos comenzar esta especie de conclusión con el testimonio del Dr. Luis Razetti, quien fue su gran amigo y su gran admirador, a pesar de sus discrepancias ideológicas bien conocidas. Con ocasión de su muerte publicó en El Universal el 1 de julio de 1919 un sentido artículo del que vale la pena reproducir algunos fragmentos:
“El candor y la fe fueron las dos grandes fuerzas que le conquistaron la más amplia independencia espiritual, el más extenso dominio de sí mismo y la poderosa energía moral de su gran carácter. Por eso logró lo que muy raros hombres han logrado: sobreponerse a las exigencias del medio, dominarlo a su antojo y amoldarlo a su voluntad. Alimentó su alma en las más puras fuentes del ingenio humano, y fue sabio y fue artista. A la obra de la cultura nacional legó hermosos capítulos de ciencia alta y profunda, y de deliciosas páginas escritas en el más puro lenguaje del arte clásico.
Fue médico y científico al estilo moderno: investigador penetrante en el laboratorio y clínico experto a la cabecera del enfermo; sabía manejar el microscopio y la probeta, pero también sabía dominar la muerte y vencerla.
Fue médico profesional al estilo antiguo; creía que la medicina era un sacerdocio, el sacerdocio del dolor humano, y siempre tuvo una sonrisa cariñosa para la envidia y una caritativa tolerancia para el error. Fundó su reputación sobre el inconmovible pedestal de su ciencia, de su pericia, de su honradez y de su infinita abnegación”.
Lo dijo muy bien el Dr. Razetti y ese es el principal legado del Dr. Hernández para el ejercicio de la medicina hoy en día: era un médico moderno, científico, pero al mismo tiempo “creía que la medicina era un sacerdocio, el sacerdocio del dolor humano”. Por eso no cobraba a los pobres, e incluso les compraba las medicinas. ¡Qué ejemplo para esas clínicas y consultorios privados a los que no se puede acceder sin una gruesa chequera! Curar la enfermedad, pero haciendo dinero con la enfermedad es una postura que excluye a los pobres. Hay países donde funciona bien la seguridad social y los hospitales se pueden equiparar a las clínicas privadas, pero no es nuestro caso desde hace unos cuantos años.
La cercanía física al enfermo y el conocimiento de él como persona en su entorno familiar eran habituales en los antiguos médicos de cabecera. Eso se perdió hace tiempo, porque las especialidades médicas se han multiplicado y casi no existen los médicos generalistas y tampoco médicos de familia. Hoy día, antes incluso de hablar con el enfermo, los médicos acostumbran a pedir varios exámenes de laboratorio, placas de rayos X, etc., en desmedro del contacto personal, que suele ser rápido y basado en los informes. Estos son necesarios, sin duda, pero el conocimiento del paciente como ser humano va por delante. En eso fue un modelo José Gregorio Hernández.
La medicina preventiva es anterior, como su nombre lo indica, a la medicina curativa. El reconocimiento de las situaciones de enfermedades generalizadas, como ocurre actualmente con el dengue y el chikungunya o artritis epidémica, es obligación de las autoridades sanitarias, que de esa forma previenen a la población y se toman las medidas adecuadas.
Su actitud ante la muerte también constituye una lección para este mundo actual que tanto pretende olvidarla o al menos disfrazarla. La acepta con naturalidad, incluso deseándola, cual otro San Pablo, para estar con Cristo. Es una actitud de una fe profunda, que despoja a la muerte de ese hálito de incertidumbre y horror, y la convierte en un tránsito hacia una vida mejor.
Mucho podemos aprender, médicos y pacientes, de actitudes tan profesionales, tan humanas y tan cristianas como exhibió en su vida el Dr. José Gregorio Hernández.