Javier Contreras
En marzo del 2011 comenzó la guerra en Siria, en marzo del 2015 comenzó la guerra civil en Yemen. Ciertamente la naturaleza de los conflictos citados es distinta, también son distintos los actores; en lo que se igualan es en la crisis humanitaria que se desprende de las acciones bélicas que tienen como ingredientes a la ambición de poder, la exacerbación del carácter ideológico – religioso y los intereses geopolíticos de terceros, principalmente los llamados países potencias.
De Siria se han dicho muchas cosas, algunas con mayor argumentación que otras, pero la exposición y cobertura mediática del conflicto no se ha traducido en mejoras reales para sus habitantes. Lo que al inicio parecía ser una pulseada entre el régimen de Bashar al – Ásad y los grupos organizados en su contra, pronto mostró un rasgo que aumentó exponencialmente la violencia y la devastación: Estados Unidos, Rusia, Irán y el grupo terrorista autoproclamado estado islámico, hicieron del territorio sirio el tablero de su particular juego.
Hoy, tras seis años de violencia, lejos está el fin de una confrontación que expone la insuficiencia de la diplomacia internacional, cuyos representantes han tratado de establecer canales de regulación y desescalada de los enfrentamientos, sin obtener el objetivo planteado. Vale reconocer que han existido treguas, que se han implementado acuerdos para el manejo del sensible tema de los refugiados productos de la guerra, pero la realidad indica que ante la mezcla entre falta de voluntad real y las pretensiones de imponer condiciones beneficiosas solo para alguna de las partes involucradas, los esfuerzos no tienen el impacto necesitado.
Si se habla de la situación en Yemen hay que partir recordando que es el país más pobre de la región, y según datos del Banco Mundial, su renta per cápita es hasta quince veces inferior a la de Arabia Saudita y Omán. Otra precisión importante es que el país, con sus actuales características, nació en 1990 luego de la unificación de las extintas República Árabe de Yemen, conocida como Yemen del norte, y la República Popular Democrática de Yemen, llamada Yemen del sur.
Con esta historia fundacional, puede intuirse que el actual conflicto tiene visos separatistas, reforzados con el carácter religioso que marca el accionar de las facciones, una leal a Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, presidente reconocido por la comunidad internacional, y otra apegada a los postulados y causa de Ali Abdullah Saleh, ex presidente. A los dos grupos en pugna hay que sumar el accionar de la organización terrorista al – Qaeda, cuyos miembros controlan algunos territorios en la península arábiga.
Así las cosas, la participación de otras naciones no se ha hecho esperar. Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita encabezan las operaciones militares que buscan frenar el avance de los seguidores de Ali Abdullah Saleh, señalado de recibir financiamiento y asesoría de Irán, esto por los nexos ideológicos derivados de la pertenencia a la misma rama del islam, los chiítas. Irán niega tal conexión, endosando la responsabilidad del conflicto a la relación entre las monarquías árabes y Estados Unidos.
La situación es compleja y amenaza con profundizarse, agravándose dicha posibilidad con el hecho de ser un conflicto que, pese a su rudeza y efectos en la población, no tiene la misma difusión que la guerra en Siria, Irak o Afganistán. La lamentable conclusión es que la violencia y la desigualdad siguen ganando espacio en el medio oriente y en África, esto ante la complicidad de muchos y la incapacidad de otros.