Lo dijo Gustav Klimt: “A cada tiempo su arte. A cada arte su libertad”, y bajo esa premisa la directora se propone hacer cine. Su primera película, Érase una vez en Venezuela, es una metáfora del país de los últimos años: la tragedia de un pueblo del Zulia, el Congo Mirador, al que la sedimentación, la corrupción, la polarización, la desidia de las autoridades y la migración de sus habitantes han condenado al olvido
Hilda Lugo Conde*
Directora: Anabel Rodríguez Ríos
Fecha: 27 enero 2020
Duración: 99 minutos
País: Venezuela
Idioma: español
No deja de sorprenderle la aceptación y la conversación que se ha generado alrededor de su ópera prima, Érase una vez en Venezuela, película postulada por Venezuela a los premios Oscar. Convocó en redes sociales a una legión de seguidores que donaron para hacer posible la más grande aspiración de todo el equipo que trabajó en el filme: llegar a la gala de los galardones más importantes de la industria cinematográfica.
Pero no, no fue posible. Y después de transitar por distintas emociones, Anabel Rodríguez Ríos, caraqueña de 43 años de edad, solo agradece el empeño, la voluntad y la compañía de quienes se han sentido tocados por su película: un filme que retrata la historia del Congo Mirador, un pueblo de agua del estado Zulia, al que la sedimentación, la desidia de las autoridades, la corrupción y la migración de sus habitantes buscando mejores condiciones de vida han condenado a la desaparición, al olvido. Una metáfora del país herido que es la Venezuela de hoy. Un pueblo al que, alguna vez, acudían miles de turistas para presenciar los espectaculares relámpagos del Catatumbo.
Como muchos de los habitantes del Congo Mirador, Anabel Rodríguez también dejó el país huyéndole a la inseguridad y buscando darle un mejor futuro a su único hijo, hoy de 10 años. Desde 2012 vive en Viena. No se ha adaptado al lugar al que llegó con su entonces esposo, austríaco, pero agradece todas las oportunidades que su ciudad de acogida le ha dado. Siempre está con un pie allá y otro aquí, y agradece mucho que el gremio cinematográfico de Viena la haya aceptado entre sus miembros. “Hablo el idioma un poco, mato todos los tigres posibles, me involucro en temas relacionados con migrantes y refugiados, doy talleres, pero acá no siento el impulso de sacar una cámara y contar una historia. Eso me ocurre en Venezuela”, cuenta antes de tomar un avión con destino a Madrid donde promocionó su reconocida película a finales de febrero.
Su objetivo es llegar con Érase una vez, que ha participado en numerosos festivales internacionales, a la diáspora venezolana y a todos aquellos que tengan apertura para entender qué se puede aprender de la experiencia venezolana de los últimos años. “El ejercicio abusivo del poder, la corrupción y la polarización son temas muy de nuestros tiempos. Luego está el tema ambiental, que nos atraviesa a todos”.
Además de España, la película será distribuida en México y Colombia, y ya está disponible en plataformas streaming en Estados Unidos. La directora vendrá en marzo a su país para presentar el documental en el Cine Móvil de Gran Cine. “Tengo muchas expectativas con mostrar la película allá, ir a varias ciudades, hacer cineforos”.
–¿Qué tanto la define profesional y personalmente Érase una vez en Venezuela?
–Después de haberla hecho, presentado, haberme graduado en la Escuela de Cine, finalmente sé cómo hacer una película. Me siento mucho más segura de mí misma y siento haber conseguido un lenguaje, un entendimiento de ese todo que es el cine como artificio. Siento mucha satisfacción de haber construido un equipo que sabe cómo aproximarse de la mejor manera a una historia. Todos somos venezolanos y de algún modo ha sido un escape para sanar esta herida que significa la pérdida de una forma de vida, de un país. Profesionalmente, después de este trayecto siento que podemos buscar vivir siendo cineastas, y eso viene de la seguridad que siento hoy.
–¿Cómo fue esa primera idea, ese primer momento en el que pensó en la película?
–Estábamos haciendo el cortometraje El galón en Congo Mirador, que filmamos en dos semanas, y al ver un poco más de cerca las dinámicas de vida allí, y después de ver el material, nos dimos cuenta de que era un sitio que evocaba un mundo muy único. Esas ganas de saber más, allá en 2012, nos llevó a la película. En un principio se iba a llamar El último año en el Congo Mirador, creciendo en petróleo, pero lo que vimos y lo que fuimos encontrando nos llevó a otro nombre.
–¿La película que imaginó y la que hizo, difieren mucho?
–Tenía ambiciones más amplias en cuanto a la historia. Me hubiese gustado contar una historia más coral, en la que las líneas narrativas de cada persona hubiesen sido más fuertes. Lo intentamos, pero no funcionó. Tendríamos una película de dos o cuatro horas.
–¿Por qué el género documental?
–Viene desde los tiempos en los que hice teatro en el Taller Experimental de Teatro, en el año 2000. Aunque desde antes, y debido a un momento difícil, surgió en mí el impulso de contar. Pero salir de los clichés es muy difícil. Tomé un taller con Rafael Marziano y Franco de Peña que me enganchó. Hice un corto: De noche se llama Jimmy Coffles. Me gustó mucho el método de Rafael. Es una gran escuela. Me pareció muy rico. La vida es sorprendente y poder entrarle en lugar de inventar historias me cautivó. Allí me quedé.
–Sin duda hay que dejar testimonio de esta fractura moral, social, política que ha supuesto el chavismo. Su película lo logra mostrando belleza desde el dolor, la tristeza, la desesperanza. ¿Cómo fue ese trabajo de contar, de contarnos en medio de la desgracia?
–Es producto del diálogo constante con el equipo y, en ese sentido, la colaboración con John Márquez, el director de fotografía, fue fundamental. Yo lo estaba invitando a un mundo con escenas feas, dolorosas, tristes, y la conjunción entre ese ángulo, el filtro rosa por el que mira y la propuesta que traía, resultó en lo que se ve en pantalla. Tiene que ver, también, con una actitud que he asumido ligada a la práctica del Zen. La meditación me ha dado un asentamiento interno que me ha permitido mirar las cosas de otra manera.
–¿Le dolió hacer esta película?
–Mucho. Siempre. Me duele hasta hoy. La película es como la punta del iceberg en relación a todo un entramado que hace que sea un cuento de hadas si lo comparas con la realidad. Ya en ese pueblo no queda casi nadie. Apenas cinco personas. De los muchachos con los que empecé a grabar se murió de tuberculosis una muchacha a los 15 años. Más atrás vino su hermano. Y estamos trabajando como grupo con la gente que se mudó a Barranquita, pueblo tomado por los paramilitares. Un pueblo en el que casi todo el mundo tiene tuberculosis. Es muy duro. Realmente muy duro.
–¿Cuál cree que debe ser la postura, el rol del artista, del intelectual en medio de esta debacle que nos consume día a día un poco más?
–Voy a hablar de mí y de los que hicimos esta película. Lo que decidí fue asumir un rol con sentido de responsabilidad hacia el tiempo que me tocó vivir, con las circunstancias. Respondo a eso y trato de hablarle a la gente desde este tiempo. Es un acto de comunicación en el que quiero manifestar el tiempo histórico que nos tocó vivir. Eso es esencial. Ya lo dijo Gustav Klimt: “A cada tiempo su arte, y a cada arte su libertad”.
–¿Cómo miras a Venezuela desde la distancia?
–Con mucha compasión. Trato siempre de no dejar de sentir lo que nos está pasando, no dejar de estar sensible frente a esa realidad. En estos dos últimos años, por ejemplo, nos veo conectados con otras realidades. Sigo con mucho interés cómo la sociedad civil se ha organizado para hacer acciones desde el ciudadano por el ciudadano. Gente, por ejemplo, tratando de resolver el problema humanitario. Y por una cuestión de sanidad mental trato de ver con más énfasis aquello que me da fuerzas para seguir. No quiero y evito mirarnos como víctimas. Eso no.
–¿Qué historias le interesa contar de ahora en adelante?
–Estoy trabajando en dos ideas que pretenden ser dos cortos documentales. Uno ligado al movimiento de defensa de derechos humanos, en particular, a esa pequeña corriente underground de producción de música de protesta relacionada con Humano Derecho. Y otra, más ambiciosa, es meterle al tema de cómo se le para un maestro espiritual del Amazonas al tema de la fiebre del oro.
–¿Supone un reto muy grande una próxima película después de Érase una vez en Venezuela?
–Claro, y lo que me parece más difícil es lograr asentar una base que permita producir la película; es lo que me preocupa, pero creo que vamos por buen camino. Ninguna película es fácil.
–¿Cómo se lleva el aplauso, el reconocimiento?
–En pandemia es mucho más fácil, desde mi computadora. Confieso que a veces me agobia un poco el reconocimiento; por eso trato de concentrarme en hablar de los temas que supone la película. La intención es esa. Y la mayor satisfacción sería registrar algunos cambios, por sutiles que sean, que permitan pensar en Venezuela con mayor esperanza.
*Jefe de Información en El Nacional. Miembro del Consejo de Redacción de la revista SIC.