Por Luis Ovando Hernández, s.j.
Entre las muchas cosas que distinguen al mundo que nos ha tocado vivir, está la “variedad” de personas que lo componemos. Somos un verdadero “zoológico” compuesto de un sinfín de especímenes. De allí que, cada vez que nos referimos a nosotros, seres humanos, debemos abrir lo más posible el abanico de posibilidades, pues nos diferenciamos notoriamente, cada uno posee sus particularidades.
Dentro de este arcoíris que somos, existen asimismo elementos y dinámicas que nos unen. En el paraguas de las dinámicas humanas podemos incluir dos actitudes presentes en la liturgia dominical. Éstas son la soberbia y la humildad. Es decir, hay personas “que miran por encima del hombro” a sus semejantes, y hay personas que viven a partir de su verdad.
De una y otra realidad se pueden decir muchas cosas. Me remito sin embargo a evidenciar cuanto aparece en las lecturas del domingo veintidós del tiempo ordinario.
Los soberbios
Según la Escritura, la raíz de la soberbia es el mal, que echó sus raíces en el corazón del orgulloso. No son pocos los que hacen su vida a partir de esta actitud. Se ven a sí mismos como “ilustres”, se sienten “grandes”, y son altivos.
Encumbrados en el propio ego, están convencidos de que los primeros puestos son su “lugar” por derecho: los que no deben hacer colas de ningún tipo, los que deben ser reconocidos y obsequiados por los demás, los que se valen de su poder para machacar a sus prójimos.
Si además son “creyentes”, su Dios es fuego encendido y tangible, ostentoso y estruendoso; a su paso suenan las trompetas. Su poder es aplastante, pulveriza a los enemigos, y vive en el pedestal más alto.
Los humildes
Por su parte, los humildes orbitan alrededor de la Verdad, y la reflejan en sus quehaceres cotidianos. Si ocupan puestos de relevancia, o tienen entre manos obligaciones que implican grados de autoridad y poder, no se dejan arrastrar por éstas.
El humilde es consciente de sus limitaciones. Esta claridad de vida hace del humilde un hombre prudente, bien dispuesto a escuchar las sugerencias de los demás, a quienes respeta y valora no obstante estar igualmente determinados “por las costuras” que se notan a primera vista.
Si además son creyentes, los humildes creen en un Dios que los favorece: Dios quiere que la humildad se junte con la sabiduría; en tal sentido, habla directamente al oído del humilde, para que aprenda hasta llegar a la perfección, que no es otra cosa que la bondad. Este “plan” del Dios vivo está a disposición de todos.
Una asamblea festiva
La Escritura está plagada de la imagen del banquete como concreción del Reino que Jesús inaugura. En los Evangelios hay infinidad de pasajes donde Jesús participa de comidas y fiestas, bien como invitado, bien como anfitrión.
Jesucristo no se niega a nadie. Para Él es igual estar sentado a la mesa con ricos y poderosos dirigentes, que compartir con sus discípulos o con las masas. Existe, sin embargo, una peculiaridad que testifica igualmente el Libro Sagrado.
Cuando el Señor se halla entre quienes se sienten superiores a los demás, suele señalar ciertas actitudes que no se corresponden con una celebración o una comida. Es el caso del Evangelio de Lucas de este domingo: invitado a comer en casa de un importante dirigente, Jesús se da cuenta de ser “espiado” por los fariseos. Es decir, estos comensales no están presentes con la mejor de las actitudes.
Pero hay más. Los invitados están preocupados por ocupar los sitiales de honor, donde estén más expuestos, donde se les rinda pleitesía. Es entonces cuando Jesús relata una parábola cuya enseñanza es sentarse en puestos más “discretos”, de modo que, si el anfitrión lo considera pertinente, pasen a los lugares honoríficos.
Lo anterior no es una “estrategia”, sino la reconducción al espacio de la humildad, donde la persona consciente de su valía, da el peso justo a las realidades que lo cubren, y le es indiferente el lugar, pues se siente ya satisfecho por el simple hecho de participar de la asamblea festiva.
El altanero y el irrespetuoso, el autoritario que ha colocado todo en su poder desnudo, necesita del reconocimiento permanente de parte de focas de oficio, que lo rodean sistemáticamente, alabándolo.
Jesús, el Primogénito de todos, por su parte, acoge a todos aquellos cuyos nombres están inscritos en el cielo, que viven según las sugerencias divinas y que se aprestan a ocupar su “lugar” en el banquete. Como bien lo dijo alguno, el lugar que nos corresponde es el penúltimo, pues el último lugar lo ocupó Jesús de tal manera que nadie se lo puede quitar. Este es el Dios en quien creemos.
He dicho al inicio que los seres humanos somos un montón de particularidades, por ende, no se nos puede reducir a “humildes” y “arrogantes”. Pero el mundo de Lucas era mucho más sencillo que el nuestro. Lo que vale la pena rescatar acá es el autoexamen que podamos hacernos a nosotros mismos, a partir de los ejemplos que el Evangelio nos presenta, de modo que nos hagamos con la actitud justa a la hora de relacionarnos con nuestros hermanos.