Alfredo Infante s.j.
En tiempos difíciles e inciertos como los que vivimos hay que cultivar las raíces de la interioridad para que la tormenta no nos bata como palma al compás del viento. Cultivar el detalle, la sonrisa, la palabra y la danza como señal sacramental de la vida que resiste. Empeñarnos por el bien, aunque pequeño, como gota de rocío que reverdece la tierra y humedece el corazón. Hacernos vivible la cotidianidad para que no vivamos del sobresalto. Acompañarnos en el dolor para que sea fecundo, compartir los sueños en la mesa aunque el pan esté escaso y el café sea un lujo.
San Ignacio de Loyola, era un aficionado a las conversas edificantes, primera misión de un jesuita, porque son como un fuego que enciende otro fuego, y es que, cuántos cambios de corazones y de sociedades han surgido en torno a la mesa y la palabra compartida. Cuántos movimientos sociales y políticos. La mesa es subversiva y el poder le teme. Jesús se reunió en torno a la mesa con sus discípulos para inaugurar la fraternidad universal y en el descampado con sus hermanos hambrientos y excluidos multiplicó el pan revelando la misericordia del Padre. Creo en el efecto mariposa, un frágil aleteo de sus alas puede desencadenar un torbellino que transforma el estado de las cosas. La tarea, como nos señaló Jesús, el hijo de María, “es vencer el mal a fuerza de bien”. Ese es nuestro aleteo. Y nada puede escapar de este intento, empezando por nuestro corazón.