Gabriel Jiménez Emán
Vislumbres del barroco
En una entrevista que quien esto suscribe le hiciera a José Lezama Lima en diciembre de 1974, el escritor cubano, al final de la misma, efectuó por propia voluntad (sin que se le hubiesen formulado al respecto preguntas puntuales) una serie de precisiones acerca del fenómeno del barroco que ilustran una vez más la particular concepción que sobre éste tuvo el autor de Paradiso, la novela cuyo medio siglo de publicación se cumplió en el año 2016.
En determinado momento de la entrevista nuestro escritor quiso hacer énfasis especial en este sentido, cuando nos dice:
“Con mucha frecuencia se habla de que un escritor es barroco. Esa palabra se ha repetido con mucha insistencia en el mundo artístico contemporáneo, y conviene ya precisar este término, porque para todo el mundo un arte que sea exuberante, prolijo es un arte barroco. Y en eso no consiste precisamente el barroquismo, porque hay un barroco tan frío como la frialdad que pueden tener algunas estatuas reconstruidas”.
“En América, en los últimos tiempos, se le cuelga la etiqueta de barroco a cualquier escritor que se sumerja en una proliferación, en una exuberancia. Y lo que yo le voy a decir a usted ahora tiene directa relación con ese concepto”.
“Es innegable que en las distintas formas de expresión por las que ha pasado América, siempre ha existido el elemento barroco en una u otra forma. En los Cronistas de Indias, por ejemplo, al encontrarse aquellos hombres que venían de Europa con un nuevo paisaje, cuando ellos hablan de nuestras frutas, de nuestros árboles, ya ahí empieza un barroquismo americano; porque era un hombre cansado de Europa, cansado de erudición, de formación humanística, que por primera vez se encontraba con un nuevo paisaje. Ahí hay elementos barrocos”.
“En el Romanticismo, por su misma riqueza que a veces fue dañina, proliferante, hay también elementos barrocos, elementos de cierta vastedad. Por ejemplo, en la misma Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida de su compatriota, hay elementos barrocos, claro que muy mezclados con cosas neoclásicas, con elementos de los primitivos, de los primeros poetas clásicos, pero innegablemente que también hay barroquismo. En la autoctonía americana, si es que llegó en el siglo pasado, o es que está surgiendo en nuestros días, hay también el primer elemento barroco de formación de un estilo. Hay que subrayar también que el primer gongorino, el primero que hizo comentario alguno sobre Góngora, fue precisamente un indio americano de 1600: Espinoza Medrano. Y yo creo que a pesar de ser Góngora un cordobés, el estilo gongorino donde tuvo más desarrollo en nuestro idioma fue en América”.
“Por ejemplo, la primera gran figura de la poesía americana que es al mismo tiempo el mejor poeta de su época en el idioma es Sor Juana Inés de la Cruz, en la cual hay innegablemente barroco. Pero, ¿qué decía Karl Vossler, que diferenciaba el barroquismo de Sor Juana del de Góngora?: que en Sor Juana había un paisaje, y que en Góngora no hay paisaje. Ese elemento, esa suma del paisaje, lo que yo llamo el espacio gnóstico, el espacio que conoce por sí mismo, se observa más en los americanos que en los españoles. En la poesía de Góngora el paisaje está ausente, y alguien también ha afirmado que en la pintura de Picasso jamás aparece un paisaje. Cuando esa afirmación se hizo, Picasso, en los cuadros posteriores colocaba unos arbolitos detrás de sus ventanas, como para demostrar que había paisaje. Pero claro, Picasso siempre fue un hombre de mucha inteligencia maliciosa. Para mí el barroquismo es una condición muy nuestra, es una condición muy americana. Yo diría que dos elementos precisan las condiciones del barroco nuestro, que es la simultaneidad; es decir, lo que para los europeos es sucesivo para el americano es simultáneo y le da un turbión sobre su pensamiento”.
“Y luego, un elemento del barroco nuestro es la parodia de los estilos, la burla de los estilos. En muchos de los elementos barrocos que pasan a nuestro acervo actual hay un innegable grotesco, una innegable burla de lo que es realmente el estilo americano. No es pues la exuberancia, no es la proliferación lo característico del barroco. Yo diría: lo que de Europa sucedió en distintas épocas, al barroco americano lo aprieta y lo resuma en un solo instante en el tiempo; y a la vez hay un elemento de ironía, de una ironía inteligente y más sombría, más profunda que inteligente si se quiere, que lo que es esa parodia de los estilos europeos. Hay que tener mucho cuidado, le repito, porque se insiste en el concepto de lo barroco y se le cuadra a cualquier clown, lo mismo a un clown lunar que a un clown sublunar, un clown que vuela como un pájaro desconocido que apareciera de nuevo”. [1]
El barroco americano
Todos y cada uno de los anteriores asertos se encuentran constatados y reconfirmados en el ensayo “La curiosidad barroca” incluido en el libro de Lezama Lima La expresión americana (1957) [2] junto a otros cuatro ensayos complementarios entre sí (o mejor diríamos: se trata de un ensayo dividido en cinco partes), a objeto de enriquecer el tema de la expresión en nuestro continente. Haremos alusión, además, a “El romanticismo y el hecho americano” pues en éste último se abordan las figuras venezolanas Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Simón Rodríguez. Nos dice Lezama Lima en “La curiosidad barroca” que el barroco en Europa dominó por doscientos años el terreno artístico con una arrogancia sin paralelo, al punto de ser considerado por el gran estudioso alemán Worringer “un gótico degenerado” obrando por acumulación (sin tensión) y con una asimetría sin plutonismo, es decir, sin fuego interior, según entiendo, un fuego originario que en América Latina posee adquisiciones de lenguaje únicas en el mundo mediante complejas maneras, que incluyen desde un misticismo “que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria”, hasta los saboreos y tratamientos de los manjares. El barroco aparece en América después de la Conquista y representa justamente un arte de la Contraconquista por la rebelión que contiene. Va surgiendo en las ciudades americanas que emergen, y por su mismo carácter incipiente se va apoderando de “los placeres de la inteligencia”; al alejarse de los tumultos de la Conquista y la Colonia se construye en lo propio, se trenza y multiplica, adquiere un regusto por su propio lenguaje (“el saboreo de su vivir” le llama Lezama) o, para emplear una de esas largas frases lezamianas que a su vez son barrocas: “oreja sutil que en la esquina de su muy espaciada sala, desenreda los imbroglios y arremolina las hojas sencillas”. Este barroco nuestro se sitúa temporalmente a lo largo del siglo XVIII, próximo a la Ilustración, y se apoya a veces en el cientismo cartesiano.
Va poco a poco Lezama refiriendo ejemplos de lo que afirma. Nos cita las grandes salas de los incas en Perú, y de inmediato nos reseña las apreciaciones que el Inca Garcilaso de la Vega tenía sobre éstas, “para hacer sus fiestas cuando el cielo era lluvioso”; de inmediato anota Lezama otra de sus ocurrencias barrocas: “arañas multiplicando sus fuegos fatuos en los espejos”. Esa sala inca se llamaba galpón, según informa Garcilaso. También en Perú está la Catedral de Puno llena de emblemas con reminiscencias incaicas, retomando impulsos semejantes a los del gótico, así como en las portadas de la Catedral de Juli. En la Basílica del Rosario en Puebla, México, el barroco se percibe en paredes y columnas; Lezama percibe el barroco en la “absorción del bosque por la contenciosa piedra”.
Pero donde Lezama advierte la mayor fuerza del barroco arquitectónico en América es en el indio Kondori. “Princesa incaica con atributos de poderío” le llama, expresada en la así denominada indiátide; en la Portada de San Lorenzo en Potosí. Nos dice sin ambages el escritor cubano que se trata de la gran hazaña del barroco americano, ésta, la del quechua Kondori, quien amalgama en su obra lo español y lo indio, la teocracia hispana con la piedra incaica, refiriendo varios elementos: la semiluna incaica en el orden de los planetas iberos; instrumentos como el charango y la guitarrita en las tonalidades occidentales; las deidades cuzqueñas saludadas en el momento de su exhumación por los soldados españoles, según refiere el relato del Inca Garcilaso. Y en Paraguay, los falansterios construidos por los jesuitas en sus trabajos de misiones, donde al decir de Lezama “se volvía a otra inocencia”.
En la parte literaria, tenemos en lugar preponderante al Primero sueño de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz y las peculiares obras de Sigüenza y Góngora, que desde sus mismos nombres nos ubican en el barroco americano: Manifiesto filosófico contra los cometas y La libra astronómica. En el colombiano Hernando Domínguez Camargo advierte Lezama un gongorismo innovador dotado de frenesí, de “rebelión desafiante, de orgullo desatado, que lo lleva a excesos luciferinos” incluso más allá de los excesos del propio Don Luis de Góngora. Por cierto, un sobrino de don Luis de Góngora en América, Carlos de Sigüenza y Góngora, cartógrafo, estudioso de las razas mexicanas, amigo de Sor Juana y viajero por las costas de La Florida, inventó que el mismo Luis IV había dado para él un banquete en París para tenerle como amigo. Nótense los títulos de sus obras: Belerefonte matemático contra la quimera astrológica y Triunfo parténico. Para Lezama se trata del barroco arquetípico, de alguien que para poder disfrutar del paisaje lo llenaba de elementos artificiales, métricos o voluptuosos.
Nos recuerda Lezama Lima que el barroco puede ser tenido como un arte de la Contrarreforma y que la obra de Domínguez Camargo Ejercicios se sintetiza en dos partes: el hombre para Dios y las otras cosas sobre la tierra creadas para el hombre, para que éste disfrute de todas ellas, en un banquete cuya finalidad es Dios, un banquete literario que por su ímpetu expresivo a su vez podría ser un corolario barroco.
Detengámonos un poco en los ejemplos que ha puesto Lezama para hablar de este banquete literario. Domínguez Camargo nos dice: Porque hay un repostero / que las aves retrata tan perfectas / que se suelen volar las servilletas”. En sucesivos casos, Lope de Vega aporta la col y la berenjena; Luis de Góngora la aceituna; Sor Juana el aceite; Fray Plácido de Aguilar la toronja y Lope de Vega los mariscos. Mientras, en América Leopoldo Lugones aporta la gallina y la cebolla frita y hasta las sobras para el gato (la piltrafa); el mexicano Alfonso Reyes en un poema suyo aporta el vino, y el cubano Cintio Vitier el tabaco. Esta sección dedicada a las delicias culinarias remata con un café a la turca recordado por Juan Sebastián Bach en una de sus Cantatas. Por cierto, la disposición de Lezama a la buena mesa –que a su vez implica una absorción barroca por la apetencia gozosa que muestra sobre todo en las páginas de Paradiso– se halla ampliamente glosada con sus respectivas recetas en el volumen Las comidas de Lezama Lima (2011).
Volviendo al asunto del barroco literario, Lezama Lima hace énfasis en el tempo lento de Sor Juana Inés de la Cruz en su Primero Sueño, considerándolo en un lugar de primacía, aunque la poeta dice que se ha inspirado en Don Luis de Góngora. Anota Lezama que el Sueño de Sor Juana “comienza con la huida de los animales diurnos para darle paso a las sombras y a las nictálopes (…) termina con la llegada del día, repartiendo los colores y entreabriendo los sentidos. Pero la grandeza del poema no está en la habilidad o extrañeza de su desarrollo, sino en la extensión ocupada por un tema tan total como la vida y la muerte (…)”
Hay otro poema de Sor Juana: “El Divino Narciso”, un Auto Sacramental que llama la atención de Lezama debido a la importancia que en éste posee la figura de Narciso (tal se halla también en Calderón de la Barca) que en Sor Juana da el tono de un “fondo de raza”. Por cierto, Lezama coloca bajo la égida del barroco a algunas pinturas anónimas de la llamada Escuela Cuzqueña, como “Los primeros pasos del Niño” y “La procesión del Corpus presidida por llama, enteramente clara, del Inca Titupaco” y la hagiografía cuzqueña de la Patrona Santa Rosa de Lima llamada “Gran llama, enteramente clara, sin mezclas de sombras”.
El renacimiento americano
Afirma Lezama que existe un Renacimiento español en América, que busca aliviar un poco la reiterada carencia señalada por los historiadores del arte, acerca de las escasas manifestaciones renacentistas en España. En este sentido, el mal llamado Descubrimiento y la Reforma son los dos hechos históricos que justificarían tal presencia. Luego encontramos las alusiones al barroco de un Bernini, guiado por la voluntad del “lleno espacial para destruir el vacío”, de llenar el horror vacui, un afán de completar el espacio mediante una elaboración racionalista de la ciudad. El ya citado indio Kondori en el Perú puede ser un ejemplo, y tal afirma Lezama “la naturaleza, el fuego originario, los emblemas cabalísticos, el ornamento utilizado como conjuro o terror, el que informa el templo.”
Otro rasgo de este Renacimiento es que después del europeo, la historia de España pasó a América, y el barroco americano se alza con la primacía por encima de los trabajos arquitectónicos de José de Churriguera (cuyo nombre da origen al llamado churrigueresco) o de Narciso Tomé. Haciendo uso de otras técnicas o materiales como la platabanda americana, la madera boliviana y la piedra, las catedrales, las láminas metálicas del Cuzco; en fin, la riqueza del material americano, el formar parte de la gran construcción podían reclamar –dice Lezama— “un espléndido estilo surgiendo paradojalmente de una heroica pobreza”. Otros ejemplos en este sentido serían la Plaza del Zócalo y la Catedral de Puebla en México, y la Catedral de La Habana. Reseña Lezama el hecho de que a Sor Juana le encargaron unos versos para la inauguración de la Catedral de México.
Luego está en Brasil el conocido ejemplo de El Alejaidinho, en Ouro Preto. Lezama Lima nos dice que la obsesión del Aleijaidinho era no ser visto, éste “llevaba oculto todo el rostro bajo un sombrero que le caía como ala sobre los hombros”; picotea con su gubia las defensas de piedra y enlaza de modo subterráneo con el conocido proverbio brasilero: “El Brasil progresa de noche, mientras duermen los brasileros”, lo cual por cierto contrasta mucho con la noción de progreso de la mayoría de los occidentales europeos. En este sentido, el arte del Aleijaidinho representa para Lezama la culminación del barroco americano y la unión grandiosa de lo barroco mexicano y de lo hispano con las culturas africanas; de lo cual se infiere que las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco nuestro serían lo hispano incaica y lo hispano negroide. Y en el caso del Alejaidinho lo portugués estaría formando parte de lo hispánico, tomando en cuenta varios factores personales que configuraron su realidad: una madre negra esclava y su padre un arquitecto portugués; finalmente Lezama acota que “el destino lo engrandece con una lepra que lo lleva a romper una vida galante (…) bate y acrece lo hispánico con lo negro (…) Él mismo es el misterio generatriz de la ciudad (…) la gran lepra creadora del barroco nuestro”. Advertimos aquí como una enfermedad como la lepra es tomada en su sentido generador de rebelión, exilio, diferencia y novedad; acaso se le pueda adjudicar también un sentido religioso.
Fuente: http://www.alainet.org/es/articulo/183531