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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.
Reuters

Por Antonio Pérez Esclarín         

El pasado 4 de octubre, fiesta de San Francisco de Asís, la Santa Sede publicó la nueva exhortación apostólica Laudate Deum (Alaben a Dios), sobre la crisis climática. En dicha exhortación, el papa Francisco continúa con sus inquietudes de la encíclica Laudato si, (Alabado seas) en la que nos recordaba que, a pesar de que la tierra es nuestra casa común, “una hermana con la que compartimos la existencia y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos”, la maltratamos y destruimos. Ocho años después de esta memorable encíclica, el papa Francisco se queja de que no estamos tomando en serio el problema ecológico y subraya el fenómeno del cambio climático, producido fundamentalmente por la actuación irresponsable de las personas. El Papa insiste en la necesidad de enfrentar seriamente la contaminación y la destrucción de la naturaleza.

En verdad, la situación es lamentable y resulta escalofriante: aire, mares y ríos están heridos de muerte. El agua escasea cada día más y cada  vez está más contaminada. Miles de toneladas de basura y de componentes químicos venenosos se vierten cada día a ríos, mares y océanos. Las nieves perpetuas que nos proveen de agua disminuyen, debido al calentamiento global, y se derriten los glaciares. Desde 1994, el planeta pierde casi 400 mil millones de toneladas de glaciares por año. También se achican los páramos y humedales y aumenta la contaminación de aguas subterráneas. Cada vez hay menos fuentes de agua limpia; los desechos del agro, la minería, las fábricas y basuras son inmanejables. Según la UNICEF, tres de cada diez personas en el mundo no tienen agua potable. Y seis de cada diez no tienen saneamiento seguro. 361.000 niños menores de 5 años mueren cada año a causa de la diarrea. Otros muchos mueren por el cólera, la disentería, la hepatitis y la fiebre tifoidea, enfermedades causadas por la contaminación de las aguas.

Las talas indiscriminadas para sacar madera o para el uso extensivo de la ganadería y agricultura, la minería, los grandes embalses, la construcción de autopistas y carreteras están acabando con los bosques. La mitad de los bosques húmedos que una vez cubrieron la tierra, unos 29 millones de kilómetros cuadrados, han desaparecido. Setenta y seis países han perdido ya todos sus bosques primarios y otros once pueden perderlos en los próximos años. El ritmo de destrucción de las selvas amazónicas, verdadero pulmón de la humanidad, crece a un ritmo escalofriante. Hoy, como todos los días del año, desaparecerán 50 mil hectáreas de bosque húmedo. Cada hora es arrasada un área equivalente a unos 600 estadios de fútbol.

La megaminería, como la que se practica en el Arco Minero de Venezuela, está acabando con selvas enteras: suelos, árboles, plantas, animales, ríos, personas, son destruidos. A la violencia de un proyecto de crecimiento a cualquier costo, el planeta responde de muy mal humor: sequías e inundaciones que se intercalan; inesperadas olas de frío y calor que difuminan los límites de las estaciones; tempestades inusitadas, como huracanes, tifones, ventiscas; migraciones humanas masivas con millones de “refugiados o migrantes climáticos”.

El papa Francisco cierra su exhortación con un llamado a todas las personas de las diferentes religiones a reaccionar. Y nos recuerda a los católicos que, a la luz de la fe, existe la responsabilidad del cuidado de la creación de Dios, lo que implica respeto a las leyes de la naturaleza y el reconocimiento de la belleza y la riqueza de la creación divina.

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