Por Mibelis Acevedo Donís
Una noticia se cuela en medio de la trágica avalancha de reportes sobre la guerra Israel-Palestina “Polonia vuelve a la senda europea”. Eso ha asegurado con entusiasmo Rafal Trzaskowski, alcalde de Varsovia y aliado del ex primer ministro polaco, Donald Tusk; ambos miembros de la centrista Coalición Cívica y opositores del partido populista en el poder, PiS. Las recientes elecciones parlamentarias no solo dejan bien parada a la sociedad polaca en términos de respuesta ante la regresión autoritaria que hoy representa la organización presidida por Jaroslaw Kaczynski, líder de facto en Polonia. También sirven para evocar otros episodios decisivos. El 4 de junio de 1989, tras la firma en abril de los acuerdos de la Mesa Redonda, la oposición liderada por Solidaridad participaba y ganaba en unas elecciones parcialmente libres, en las que solo el 35 % de los escaños del Sejm quedaba disponible para candidatos que no hubiesen pertenecido al Partido Comunista. Pero la derrota del partido de gobierno fue todavía más drástica, cuando el antiguo Partido Campesino y el Partido Demócrata se unieron a Solidaridad. La nueva alianza concentró entonces una mayoría del 65 %.
Ese triunfo, que ninguno de los dos bandos había estimado con exactitud, fue la antesala de nuevos arreglos: un “Gabinete de la gran coalición” en el que Tadeusz Mazowiecki, miembro de la oposición católica y candidato propuesto por Walesa, ocuparía el cargo de primer ministro. El resto es historia. Una que, por lo visto, no ha estado exenta de las mismas amenazas, negligencias y retrocesos que hoy afectan a las democracias en el mundo.
En el caso de Polonia, como el Chile de 1988 o el México del 2000 (donde Fox y su “Alianza para el Cambio” ponen fin a la hegemonía de 70 años del PRI) la palabra “coalición” resulta clave. Está visto que buena parte de los procesos de democratización en el mundo están marcados por la presencia de una oposición que, tan consciente de sus contrastes como de sus carencias, logra articularse y mostrarse cohesionada, atenta a la necesidad de ganar influjo, de adecuar medios y fines. Presta, además, a postergar intereses individuales en función de metas aglutinadoras y realistas, como el restablecimiento progresivo de indicadores de normalidad democrática. En este sentido, a incentivos básicos —como el aseguramiento de la supervivencia política vs la ventaja del competidor más grande— se añaden otros, más elevados y no menos útiles a la hora de hacer elecciones racionales. Incentivos que, al menos temporalmente, llevan a desafiar la naturaleza propia de la lucha por el poder: la distinción identitaria, el choque, la confrontación. Luego, saber que trabajar por el interés general exige prepararse para la transacción —así, sin endosos peyorativos— permitirá apreciar en esa lucha un medio tan legítimo como potencialmente virtuoso, no un simple fin que se agota en sí mismo.
De modo que aspirar a una “unidad pura” resulta, por lo menos, una contradicción, un artilugio reservado a quienes tienen un concepto moralista de lo político. Limitados, por tanto, cuando se trata de abordar tareas que entrañarán Cooperación antagónica (David Welsh, 1979). La unidad —esa palabra invocada con cierto misticismo en el caso venezolano, y naturalmente remozada en épocas electorales— no puede menos que ser diversa, impura. A punta de golpes de realidad, eso quizás lo van entendiendo quienes equiparan la política a “una lucha existencial”, y mostraban su ojeriza ante el pecado de “transacción” en la negociación. Se trata de sectores que, aún inmersos en las entretelas de la historia opositora, se han afanado en remarcar su aséptica lejanía del resto, suerte de auto-proscritos. Mismos que ahora, incorporados de lleno a la carrera electoral y sometidos a la inevitabilidad de esas impurezas, descubren que, sin mayoría cuantificable, músculo político y apoyos estables y significativos, un liderazgo está condenado al museo de la intrascendencia.
Pero lo previsible, el cortocircuito dentro de estas filas, no se ha hecho esperar. En el marco de eventos como la firma del acuerdo en Barbados y la suspensión temporal de sanciones sectoriales al petróleo y gas venezolanos, irrumpe el reclamo por falta de “coherencia, integridad y firmeza”; el señalamiento ante un “viraje”, la asociación parcial que, para algunos adeptos a la línea de no-cooperación, resulta inadmisible. ¿Qué ocurrirá cuando sea necesario ampliar la alianza para que quepan múltiples actores? Claro, falta saber si, como anticipa el Teorema de Baglini, se acentuarán los matices pragmáticos que surgen ante el aumento de posibilidades de acceder al poder, o si solo se trata de desvíos tácticos, de meras argucias de demagogos. También, si la comprensión de las limitaciones llevará a pactar con foco realista, a favorecer la creación de una instancia de coordinación formal, a aprovechar las rendijas que inaugura el nuevo ciclo; o si la opción será más bien volver a métodos cuya ineficacia ha quedado demostrada hasta el hartazgo. Una tentación que cobra cuerpo en tanto el “quién” parezca más importante que el “para qué”.
En todo caso, será preciso no autoengañarse, persuadidos de que la sola impopularidad del Gobierno o los milagros del “palo y zanahoria” norteamericanos bastarán para blindar una victoria en el segundo semestre de 2024. Una fragmentación que persiste, asociada a preferencias estratégicas; una incompatibilidad de fondo más que de forma, señalan debilidades que, aun neutralizadas con incentivos transitorios, amenazan con ser un lastre tenaz en el largo plazo. Asumiendo que habrá reconfiguraciones y nuevos parteaguas en el campo opositor, el dilema promete reeditarse: ¿reformas progresivas y coexistencia institucional, o sustitución abrupta del modelo por vía de la fuerza? Habría que apuntar que esto, sumado a la falta de mecanismos institucionales que garanticen una distribución más proporcional del poder y reduzcan la incertidumbre del rival en términos de su supervivencia política, por ejemplo, contribuyó a desfigurar la oportunidad que ofrecía el triunfo parlamentario de 2015. La personalización de decisiones en desmedro de esta articulación, esta “afinidad impura” (para nombrarla con Amado Nervo), no deja precisamente los mejores recuerdos.