Por German Briceño Colmenares
¿Qué es la fe? Una gracia, un don, una presencia, una comunión que nos une a Cristo y, en Él, a nuestros hermanos, vivos y difuntos… La fe es, dice el catecismo, una adhesión personal del hombre entero, inteligencia y voluntad, a Dios que se revela mediante sus palabras y sus obras; o, dicho de otro modo, es una respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela1. La verdad es que, si tuviera que responder a esa pregunta no sabría muy bien qué decir, sino que es todas esas cosas y, a la vez, es algo más íntimo, profundo e inefable. Tal vez no se me ocurriría una metáfora mejor que aquella a la que apelaba San Agustín refiriéndose al tiempo: “¿Qué es el tiempo? si no me lo preguntan lo sé, si me lo preguntan lo ignoro…”. Pues, aunque la fe puede vivirse y manifestarse de mil maneras, solamente conocemos de primera mano la nuestra, mediante la propia experiencia, y aun así es mucho lo que permanece en el misterio. Puesto que se trata no solo de creer sino además de experimentar la presencia de Dios en nosotros. Y, ¿cómo podemos entonces reconocer esa misteriosa presencia?
El pasaje del primer libro de los Reyes, donde encontramos al profeta Elías aguardando al Señor en el monte Horeb, me parece que puede arrojar alguna luz sobre la escurridiza cuestión2. Elías venía huyendo de sus perseguidores, agotado, presa de la desesperación, al punto de haber deseado la muerte, pero Dios acude en su auxilio, se manifiesta a través de un ángel y le provee sustento e instrucciones para atravesar el desierto y esperarlo en la montaña. He allí que Dios siempre se manifiesta primero, es Dios quien acude al encuentro del hombre, y ahí radica, quizás, el meollo de la cuestión: no podemos inventarnos una fe que no haya sido primero don de Dios. Hallándose Elías en una cueva a la espera del Señor, sobrevienen vendavales, terremotos, fuego, pero ahí no estaba Dios, que finalmente se hace presente por medio de una suave brisa. Elías es capaz de discernir y reconocer su presencia, y es allí donde se produce el encuentro en el que Dios le manifiesta su voluntad.
La fe, por lo tanto, como proponía una atinada meditación publicada por las hermanas paulinas a propósito de dicho pasaje de Elías en el Horeb3, se manifiesta en esa brisa suave, en lo más ordinario de nuestras vidas, en lo que pudiera parecer insignificante, allí es donde Dios nos suele demostrar su amor y su misericordia. Por alguna misteriosa razón, al reflexionar sobre estas cosas, no puedo evitar recordar algunos eventos sucedidos en los últimos años cuyas imágenes permanecen imborrables en mi memoria.
Hará unos quince años, durante una Semana Santa, me encontraba de visita en la ciudad de Cuzco, esa majestuosa y ancestral capital del imperio incaico, de una belleza antigua y serena. Al caer la tarde mientras recorríamos sus empedradas calles nos sorprendió la liturgia del Sábado Santo, o sea la Vigilia Pascual, en la que confieso que no había reparado demasiado en mi vida anterior, sumido como estaba en ese semi paganismo en que para algunos se ha convertido la práctica religiosa. El hecho es que nos vimos a las puertas de un viejo e imponente templo en medio de la oscuridad junto a una multitud de feligreses y todo indicaba que debíamos quedarnos. El sacerdote oficiante era un irlandés, que vaya Dios a saber cómo había ido a dar con sus huesos a las cumbres de los Andes. De repente, encendió una enorme hoguera y, al tiempo que encendía también el cirio pascual a partir del fuego de la hoguera, comenzó a entonar el Exsultet, ese sublime y antiguo canto litúrgico, con una voz tan estentórea y melodiosa que sacudió el silencio de la noche. No sé si me van a creer lo que digo, pero en ese preciso instante, mientras recitaba “Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo”, una brisa suave se coló por entre las milenarias piedras de los incas, y al terminar la ceremonia todos nos fuimos de allí llenos de una luz apacible y misteriosa.
Unos cuantos años después, muchos recordarán el episodio, nos hallábamos en medio de aquel mar de confusión de los primeros tiempos de la pandemia4, semanas de temor, confinamiento e incertidumbre que no olvidaremos en lo que nos quede de vida. Esta vez tampoco los ritos religiosos escaparon de la calamidad: los templos se cerraron a cal y canto durante meses, dejándonos a los creyentes en una inusitada orfandad. Entonces, hacia finales de marzo de 2020, el papa Francisco hizo una insólita aparición en la Plaza de San Pedro, como no la hubo nunca antes y quizás no la vuelva a haber jamás: hacia un sobrio altar erigido en el medio de la explanada, se encaminaba la solitaria figura del Papa, cuyas vestiduras blancas contrastaban dramáticamente con la tarde plomiza y el inmenso espacio vacío. En el altar lo esperaba otra solitaria figura ataviada de negro, el entonces maestro de ceremonias litúrgicas del Vaticano, el ubicuo e infatigable Guido Marini. En San Pedro, posiblemente el lugar más concurrido de Roma y uno de los más concurridos del mundo, una fría y lluviosa tarde de comienzos de primavera de 2020, solo hubo dos personas; o solo dos personas aparecían ante nuestros ojos.
En realidad, además de esos dos sacerdotes, había dos imágenes muy poderosas y cargadas de simbolismo, una a cada lado del pórtico de la Basílica: El Crucifijo de San Marcelo, una sobria talla del siglo XIV que sobrevivió al incendio del templo homónimo en 1519 y que, en 1522, detuvo la peste de Roma de ese año. Una imagen cargada del numinoso poder salvífico de la Cruz del que hablaba san Pablo a los corintios: “Porque el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios”5. A su lado, en el lugar que siempre ha ocupado, muy cerca de la Cruz, la imagen de Nuestra Señora Salus Populi Romani, un ícono bizantino llevado por el Papa Gregorio Magno a la Basílica de Santa María la Mayor, en el año 590, al final de una procesión para invocar el cese de una de las pestes más graves de la urbe. Dos imágenes, pues, investidas del perpetuo socorro de Dios hacia la humanidad, que se manifiesta a través de Jesús y María.
Mientras observaba estos detalles (he vuelto a ver el vídeo después para refrescar la memoria y, curiosidades de una mente que estaba ofuscada por la calamidad, ya no me parece tan oscura como en aquel entonces) y contemplaba desde el confinamiento la insólita Statio Orbis, en la que el Papa imploraba al Altísimo que se diera prisa en socorrernos, podría jurar que sentí cómo, colándose por entre la fina llovizna romana y la penumbra espectral de la plaza vacía, al mismo tiempo que lo hacía por la ventana de mi habitación, una brisa suave soplaba sobre el Papa y Marini, y de una forma misteriosa soplaba también sobre mí, e inmediatamente reparé en que seguramente soplaba también sobre los cientos de millones que contemplábamos estupefactos esas imágenes en nuestras pantallas (a través de las tan denostadas, muchas veces con razón, redes sociales, que fueron una auténtica bendición durante la pandemia; o alguien es capaz de imaginar lo que hubiera sido de nuestras tristes y aisladas vidas sin ellas, en qué hubiéramos ocupado nuestro tiempo, cómo hubiéramos podido tener noticias de nuestros familiares y amigos…). El hecho es que mientras parecía que el Papa estaba más solo que nunca, pudimos sentir que en realidad nunca había estado menos solo, pues lo acompañábamos todos los que, en ese momento, sentimos cómo la brisa suave y consoladora de la fe, es decir la serena e invencible fuerza de Dios, se hacía presente sobre el mundo y un rayo de esperanza se abría paso en medio de las tinieblas, para afirmar que Dios siempre tiene la última palabra sobre el destino de los hombres.
Algunos meses después, esta vez en los Estados Unidos, volvió a sucederme algo similar, mientras me encontraba esperando mi turno para confesarme en un templo de Florida. Cualquiera que se haya acercado a alguna de las muchas iglesias católicas de los Estados Unidos, se habrá dado cuenta del orden y la organización que imperan en todos los ritos y ceremonias. Los horarios se cumplen escrupulosamente, en la mayoría de los templos hay acomodadores que se encargan de asignar los puestos en las misas, las lecturas y canciones pueden seguirse en unos libros disponibles en el espaldar de los bancos, y hasta durante la colecta se proyecta en una pantalla la información para dar la limosna por vía electrónica. Lo mismo sucede con las confesiones, las cuales se escuchan, casi invariablemente, los sábados por la tarde.
Chesterton decía que se había convertido al catolicismo para que sus pecados fueran perdonados. A juzgar por la nutrida concurrencia que uno se encuentra en dichas confesiones sabatinas, no son pocos los católicos estadounidenses que sienten lo mismo. Solo alguien que no se haya confesado nunca desconoce la misteriosa fuerza sanadora del sacramento de la reconciliación. A veces la resistencia a acudir —a todos nos pasa— tiene su raíz en una sutil mezcla de orgullo y vergüenza que desconoce el fundamento del sacramento, es decir, que desconoce el hecho de que, como dijera el papa Francisco: “Dios no se escandaliza de nuestros pecados, pues, lo más importante en la confesión no son nuestros pecados, sino la misericordia de Dios”. Nuestros pecados, como le escuché decir a un buen sacerdote en otra ocasión, son insignificantes para Dios, no porque no tengan importancia, sino porque solo la tienen cuando nos sirven para arrepentirnos, pedir perdón y recomenzar invocando su misericordia, teniendo presente aquella sabia reflexión de C.S. Lewis: “Dios no nos ama porque seamos buenos, sino que quiere que seamos buenos porque nos ama”.
Pues bien, el hecho es que después de la confesión —el único tribunal al que uno acude a declararse culpable para ser absuelto— me encontraba de rodillas frente al Sagrario cumpliendo con mi penitencia. Estábamos allí varios en la misma actitud de silencio y oración mental. En eso, un hombre que se encontraba detrás de mí —al día de hoy no sé bien quién era, pues no venía al caso voltear a darle una mirada indiscreta— termina su oración y se pone de pie para retirarse, y en una voz casi inaudible, como para sí mismo y para Dios, dice: “¡Gracias Señor!…” No podría explicar lo que sucedió, pero me atrevería a jurar que ese preciso instante una brisa suave como el perdón de Dios recorrió el templo y nos infundió a quienes allí estábamos una paz indescriptible: comprendí de una vez por todas lo que significa que la Iglesia sea mi casa.
El último de los episodios ocurrió alrededor de un año atrás. Me tocó vivir la dolorosa y trágica muerte de un buen amigo. El pobre terminó siendo la víctima colateral de un conductor temerario, mientras hacía ejercicio en las calles caraqueñas un domingo cualquiera por la mañana. Una muerte trágica e inesperada, o eso queríamos creer nosotros con nuestra mirada excesivamente humana. Fue, en realidad, en palabras de Paul Auster, una muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y el hecho cierto es que puede detenerse en cualquier momento.
Después del funeral, unos cuantos amigos y familiares acompañamos al cortejo hasta el lugar de la sepultura. Los que allí estábamos probablemente sosteníamos conversaciones triviales para distraernos del dolor. En eso, en vista de que el cielo anunciaba tempestad, el sacerdote celebrante dijo: “Vamos a ponernos en oración”. Inmediatamente se hizo un silencio sepulcral (finalmente entendí lo que esa expresión significa), y justo entonces, podría jurar que Dios pasó en medio de nosotros una brisa suave, que calmó la tormenta que se cernía sobre nuestras cabezas y dentro de nuestros corazones. En el acto, todos sin excepción nos pusimos a orar. En su sermón, el oficiante tuvo la delicadeza de recordarnos que la palabra cementerio viene del griego: dormitorio, y es por eso que enterramos a nuestros difuntos mirando hacia el Cielo, hacia donde nos encaminaremos en cuerpo y alma al despertar del último día.
El hecho es que creo no equivocarme si digo que todos nos fuimos de allí invadidos de consuelo y esperanza, o eso me pareció a mí: el consuelo de saber que nuestro amigo estaba en un lugar mejor, en el lugar donde pasaremos la eternidad, que tiene que ser mejor que éste; y la esperanza de que algún día nosotros también alcanzaremos esa plenitud. Volví a recordarlo hace algunas semanas al leer la inscripción que adorna el columbario de un convento de monjas: “Aquí termina la muerte y comienza la vida”, que es más o menos lo mismo que recordaba hace poco otro sacerdote amigo: la muerte es la puerta que nos lleva hacia la vida eterna. Desde entonces tengo la certeza de que, a la hora de mi muerte, aunque nadie me recuerde, Jesús no se olvidará de mí; aunque nadie rece, María rogará por mí; aunque pasen los siglos, la Iglesia seguirá pidiendo por el eterno descanso de nuestras almas hasta el fin de los tiempos.
De manera que, si me volvieran a preguntar ahora lo que es la fe, diría que se parece mucho a esa suave brisa que se hace presente donde menos lo esperamos (claro que también se hace presente donde se supone que la esperamos…). Es pues, en parte, un poco lo que llegamos a sentir en cada uno de esos episodios, pero es quizás, sobre todo, aquello que somos incapaces de expresar en palabras.
Notas:
- Catecismo de la Iglesia Católica, puntos 166 y 176.
- 1 Reyes, 19.
- https://paulinasvocaciones.wordpress.com/lectio-divina-2/profeta-elias-1re-19-3-15/
- https://www.vaticannews.va/es/vaticano/news/2022-03/statio-orbisel-mosaico-de-una-oracin-universal.html
- 1 Co, 1:18.