Por Cardenal Baltazar Porras Cardozo.
En el imaginario colectivo la palabra “santo” tiene una doble carga: positiva, pues señala una cualidad de bondad y de bien; otra negativa, porque hace alusión a la condición de estar fuera de la realidad, pues representa una bondad maltratada. Más que valor a seguir parece sugerir un aguante indeseable, cargado de sufrimiento y de sacrificio.
Sin embargo, “santo” en el lenguaje estrictamente teológico, religioso, pone en alto la virtud de la heroicidad, es decir, de la constancia a lo largo de la vida, en las buenas y en las malas, de un comportamiento recto, transparente y veraz. Canónicamente, es decir, según el lenguaje oficial de la Iglesia el reconocimiento de la santidad de una persona está aparejado con un proceso que incluye varios pasos. El primero, es la consideración de la biografía y de algunos testimonios que dan fe de reconocer algo fuera de lo ordinario, permitiendo así, que se proceda al proceso diocesano de canonización, confiriéndole el título de “siervo de Dios”. Continúa el proceso con los recaudos más acuciosos de la vida, escritos, hechos significativos, testimonios fehacientes de quienes lo conocieron. Todo ello se remite de nuevo a Roma, a la Congregación de las Causas de los Santos, que avala o cuestiona, según el caso, lo que allí se afirma, dándole el título de “venerable”. Comienza un tiempo, generalmente más largo, en el que la devoción a la persona considerada santa es tenida por la gente como “intercesora”, es decir, a través de ella, se le pide un “favor” o “milagro”, como la curación de una enfermedad o la superación de algún mal de otra índole.
Todo ello exige que desde el inicio se nombre a un representante ante Roma de la causa. Lleva el nombre de “postulador”. Es quien hace valer el cumplimiento de una serie de normas, de protocolos que hay que seguir, y presenta ante las autoridades vaticanas, el nombre de una persona que en el lugar donde vivió o ejerció su vida el candidato, lleva adelante la causa. Se denomina “vicepostulador”. Debe constituir una oficina y un “tribunal”, bajo la autoridad del obispo o del superior religioso cuando se trata de un miembro de alguna congregación.
Al presentarse el caso de un posible milagro, es decir, de una intervención, generalmente referida a la salud de algún paciente, que no tiene una explicación científica, pues supera la simple pericia médica, se procede a sustentar el caso con una serie de recaudos que son de doble orden: todo lo relativo al proceso de curación, y, los testimonios de “intercesión”, vale decir, de solicitud al presunto santo de que le conceda la sanación. El tribunal conformado para ello levanta el expediente y lo remite a la Santa Sede para su estudio. Pasa por tres momentos. El análisis de lo enviado por una comisión de médicos que actúan independientemente, sin conocimiento los unos de los otros para dar su veredicto, que se ciñe a certificar que hay algo que supera la explicación científica. Un segundo paso, es examinado por una comisión de teólogos, que analizan los testimonios de las personas que pidieron la “intercesión” del santo al que se atribuye la sanación. El tercer paso, es el examen de la comisión de cardenales y obispos que revisa los pasos anteriores y si su veredicto es positivo, toca al Cardenal Prefecto de la Congregación de los Santos, pedir audiencia al Papa para que avale lo anterior y decida dar el placet, es decir, que se publique el decreto de beatificación o canonización, y se proceda a dar los pasos que conviertan a esa persona en objeto de culto público en la Iglesia.
Es lo que ha pasado con José Gregorio Hernández. Pero el sentido de tener un nuevo santo no es una presea más en el panteón de “héroes” de la Iglesia. Su valor estriba en el impulsar a que los fieles de carne y hueso, imiten, continúen la senda abierta por el santo en cuestión. José Gregorio, en el argot popular, ha sido considerado santo por la gente sencilla porque representa lo mejor que anhela una persona o una comunidad. La Iglesia lo que hace es reconocer oficialmente que ese seguimiento es veraz y creíble.
Las luces de la vida del hijo de Isnotú, civil, laico, médico, científico, pionero en el progreso médico-sanitario en un país retrasado en este campo, es el espejo en el que debemos vernos los venezolanos de hoy. Las carencias que tenemos no son una carga que no nos podemos quitar; quienes nos han precedido, son el mejor ejemplo de lo que podemos ser capaces de hacer, seguir la senda de José Gregorio. Reconocer la crisis que vivimos, es una invitación a cambiar, a superar colectivamente con la participación de todos, en el país que soñamos y al que tenemos derecho. Es la sombra benéfica de quienes supieron acercarse a la luz verdadera que nos convierta en ciudadanos honestos, y como creyentes en seguidores del Jesús del Evangelio que nos llama a dar la vida por los demás. Que José Gregorio nos atisbe el futuro que debemos construir los que estamos en este valle de lágrimas.