Dominga Romero no tuvo tiempo para procesar la partida de su hijo Germaine. Él le contó que quería irse a Colombia apenas un día antes de marcharse. A cuatro meses de esta ausencia ahora la llaman “la evangélica” en el barrio donde vive, y es que la tristeza no le permite divertirse
Dalila Itriago
Carapita, ubicada al oeste de Caracas, suena a Bum Bum Tam Tam. A mezcla sabrosa. En la calle real de Santa Ana predomina la flauta dulce del carioca MC Fioti, pero si usted sube el barrio a pie escuchará también al Gran Combo de Puerto Rico, a la Dimensión Latina, a uno que otro reggaetón de moda y a la infaltable Camila Cabello, quien dejó su corazón en La Habana.
Por allí, por esas mismas aceras, camina a diario Carmen Dominga Romero, de 54 años de edad. Ella también anda con el pecho medio roto y es que el 10 de enero de este año se fue su hijo menor para Colombia: Robert Germaine Rangel Romero, de 23 años. Por eso a Dominga hace tiempo que se le escapó la sonrisa de la cara, como aquellos papagayos que se despiden solitos de las casas de ladrillos naranjas, que hay arriba en el cerro.
Los niños ven escapar sus papagayos y solo les queda aguantarse. No pueden ir tras ellos, pues caerán al vacío. A Dominga solo le queda aferrarse a su trabajo de señora que limpia de lunes a sábado para superar la soledad.
“Nosotros estábamos en el cuarto, mi yerna, mi hijo y yo, viendo el programa Caso Cerrado. Ése, el de la doctora que da consejos. Y en eso mi hijo Germaine me dice que se va. Yo no le puse cuidado, porque él siempre se la pasaba jugándose conmigo. Después me dijo en serio que esto lo hacía para ayudarme a mí y para terminar la casa”, cuenta Dominga y las lágrimas se le escapan, mientras hace un intento fallido de contener su dolor.
Al papá de Germaine, Teodoro Antonio Rangel (63 años) le dio un infarto el mismo día que su hijo se estaba montando en el autobús con rumbo a San Cristóbal. Lo llevaron al hospital Pérez Carreño y el joven tuvo dudas sobre irse. Allí fue, paradójicamente, cuando Dominga le dio ánimos y le dijo que, si él ya tenía tiempo elaborando este plan, mejor era que lo llevara a cabo sin voltear para atrás. Como aquella ya manida imagen de la mujer de Lot.
Ahora, en este sábado que es fiesta para todos en el barrio, menos para Dominga, ella muestra su casa en construcción. Se disculpa por el desorden y el polvo. Asegura que apenas la tenga terminada nos volverá a invitar. Es un laberinto de espacios: cuartos, salas, baños y cocinas que dejaron de cumplir sus funciones originales para transformarse en otras áreas distintas.
Se escucha el: “Esto era una cocina, pero va a ser una habitación. Esto era un baño, pero ahora será parte de la sala. Esto era como un balconcito y se derrumbó para ampliar el cuarto” y así… sigue repitiéndose el eco del “esto era” tal cosa y ahora será tal otra. Como las personas, las calles, el barrio, la ciudad, el país. “Esto era”.
Así está Dominga, rehaciendo su casa y rearmando su vida. Ella nació en San Fernando de Apure, pero luego de su primer divorcio resolvió venirse a Caracas para buscar una mejor vida. De su primera unión tuvo dos hijos: Ixora del Carmen Romero, de 33 años, y José Gabriel Romero, de 30 años.
Llegó con 29 años a la capital y comenzó a trabajar en casas de familia. En los Jardines del Valle, La California y Petare. Lleva un cuarto de siglo haciendo lo mismo y esta es una de las razones por las cuales Germaine le dice que migró. Quiere que ella deje de trabajar tanto y disfrute un poco de la parte grata y dulce de la vida.
“Yo conocí al papá de Germaine en un bautizo en El Valle. Era carpintero y fue a la fiesta porque era amigo del papá del niño que estaban bautizando. Era demasiado atento conmigo entonces empezamos a ser novios. A mi familia le cayó bien y me dijeron que ese sería el hombre que me iba a enderezar. Luego me vine a esta casa y acá tuve a mi hijo Robert”, relata.
En esa casa de Carapita vivió la suegra de Dominga: Urbana Peña, su esposo Teodoro, los dos hijos de este, Anderson y Eduard, y el recién nacido, Robert; pero los dos hijos previos de Dominga, Ixora y José Gabriel, no quisieron mudarse. Desde entonces le reiteran que solo quiere al menor, pero ella asegura que eso no es cierto. Solo que el cariño se teje con ese hilo invisible del contacto permanente. Quizá por eso le duela tanto que ahora no esté.
“José Gabriel siempre me dice que yo debo recordar que tengo otro hijo afuera. Él está en Perú. Estudió Administración de Empresas y está trabajando como albañil. También arma shows. Es animador en las fiestas. Él es quien hace la hora loca”, apunta.
Pero ni ese comentario, ni la música que persiste en la esquina donde hay unos hombres jugando dominó, hacen que Dominga sonría. “Y es aquí donde uno siente que puede comprender lo que quiso decir Vallejo con aquello de los golpes de la vida que son tan fuertes que a veces hacen que todo lo vivido se empoce como charco de culpa en la mirada”. Porque hay algo en la mirada de Dominga que la delata. Una tristeza lejana e infinita. Insondable como un pozo. Pero ella es de las mujeres que le colocan una cortina al dolor para que sobre el escenario siga pasando gente. Ahora, si uno se atreve a preguntarle un poco, apenas un poquito de su vida, el dolor retorna.
“No tengo ni mamá ni papá. Mi mamá murió cuando yo tenía ocho años. Ella se llamaba María Giorgina Romero. Murió en un accidente de tránsito. Y mi papá murió de viejo y con alzheimer. Nosotros éramos nueve hermanos, cada uno agarró su camino porque él no tenía condiciones para tenernos. Era como una esclavitud. Sembrábamos yuca, frijoles, algodón… por eso yo me decía a mí misma que con el primero que fuera a la casa yo me iría con él. Así pasó una prima, pero ella me castigaba porque decía que yo no limpiaba bien, o no le cuidaba a su muchacho como ella quería. Volví donde mi padre. Esperé. Luego pasó otra prima y me escondí. Hasta que llegó Zoraida Zerpa de Bohorquez. Ella es otra prima, que como no tuvo niña hembra me crió”.
Quizá por eso Dominga sea tan dulce, como asegura es su hijo Germaine. Ella le brinda al mundo un amor que en determinado momento no recibió. Y de aquellos castigos de dormir sobre el piso de un baño mojado durante la noche, solo queda la lástima que le produce quien se los infligió. Prefiere seguir hablando de su hijo menor, aunque le duela que no esté.
“Tuvo una infancia muy feliz. Estudió toda su primaria en la escuela Miguel Otero Silva, luego sacó el bachillerato en el liceo Pedro Acosta Ortiz y después se graduó en Administración de Empresas. A mí me cayó como un baño de agua fría que se fuera, pero él me dice que dependiendo de cómo le vaya, él me sacará de aquí, porque insiste en que acá no hay futuro. Que independientemente de los resultados de futuras elecciones, esto es irreversible”, explica.
A diferencia de una buena cantidad de venezolanos que desea marcharse del país por diversas razones, Dominga no quiere irse. Ella dice estar acostumbrada al barrio, a sus comodidades y a la gente de allí. Sabe que para muchas personas los sectores populares son intransitables. De hecho, ningún taxista quería subirla hasta su casa, pero ella aclara que hay un prejuicio sobre los sectores populares. Asegura que no todo el que vive en un barrio es delincuente o está “dañado”, como se suele decir.
“No me quiero ir. La idea que tengo es hacerles poco a poco su casita. Mejorarla con lo que se pueda y que algún día cuando ellos vuelvan puedan poner un negocio aquí. Una venta de frutas y verduras”, añade mientras explica cómo se fue su hijo.
Lo primero fue tomar un autobús rumbo a San Cristóbal. Allí atravesó a pie el puente internacional Simón Bolívar hasta llegar a la ciudad de San José de Cúcuta, en Colombia, y posteriormente tomó un autobús hacia la capital de ese país, Bogotá.
Dice Dominga que le va bien. A la semana de llegar le dieron los papeles que le validan su estadía. Vive en el cuarto de una pensión. Al principio compraba la comida, porque no le permitían cocinar; pero luego se mudó a un lugar donde sí le dejan. Dos días a la semana atiende la barra de un “postríbulo”, que así les dicen allá a los lugares donde venden postres y los otros cinco días reparte volantes haciéndole publicidad a un autolavado. Con lo que gana compra su comida, paga su habitación y ayuda en lo que puede a su mamá. También está ahorrando para recibir a finales de este año a su novia, Zarahí.
A pesar de que Germaine se comunica tres veces al día con Dominga, a ella no se le quita la tristeza:
“Uno siente que le arrancaron un pedazo del pecho. Es como una soledad muy grande. Él me dice que también nos extraña mucho, a mí, a mi yerna y a la casa. Ya pasó el primer Carnaval lejos de la familia y la Semana Santa también. Se sintió nostálgico. Este 28 de agosto cumplirá años. Yo quisiera verlo. Estoy haciendo las diligencias para sacar el pasaporte. Nunca pensé salir del país. El otro recurso es averiguar si puedo pasar a Colombia con mi cédula de identidad. Una amiga que tiene a su mamá en Cúcuta me averiguará. A mí no me queda otra que trabajar. Si me quedo en esta casa me deprimo. Ya mis amigas me llaman “la evangélica”. Es que desde que se fue mi bebé yo ya no quiero salir”.
Todas las noches, entre las doce y la una de la mañana, Dominga se mete en la página web del Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extrajenría (Saime), para ver si abre y así solicitar la cita que le permita sacar el pasaporte. Pero hasta ahora no ha tenido suerte con eso, la página del Saime no carga. Así de compleja se vuelve la esperanza.
Fuente: http://www.seisgrados.com.ve/madres-de-la-diaspora/2018/05/a-dominga-le-arrancaron-un-pedazo-del-pecho/